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Pedir perdón no es algo a lo que parte de nuestros congéneres estén acostumbrados. Los decimos internamente, pero nos cuesta exteriorizarlos por, supongo, un miedo a mostrar nuestra vulnerabilidad. Las disculpas existen de muchas formas y en multitud de contextos. Pueden materializarse con una mirada ... cómplice repleta de significado, un abrazo más intenso de lo habitual, un pequeño detalle del que lo que menos importa es el importe o simplemente con una palabra: «Perdón».
En este caso yo pido perdón al arte. Les explicaré el contexto para que todos sepamos de que hablo. Desde que trabajé en nuestro Teatro Bretón de Logroño como acomodadora quedé prendada de lo que allí acontece. Los enamorados de las tablas podemos ser reconocidos por ese brillo que nos ilumina el rostro durante las representaciones. En mi época de acomodadora tuve el privilegio de poder disfrutar de multitud de propuestas teatrales, musicales, de danza, cine... Todo me parecía poco, porque cada actuación alimentaba mi alma y me hacía ser mejor humana. Utilizo este término, el de humana, y no el de persona porque el arte nos eleva a otra esfera de la vida, nos permite valorar y sentir de una manera distinta. Nos interpela, nos encoge, nos engrandece, nos permite viajar, en definitiva, a la plenitud de lo que significa nuestra existencia. Por cuestiones de conciliación, en el momento actual no dispongo del tiempo necesario para acudir a todas las propuestas que en ese escenario se dan. Las prioridades son otras, el tiempo es limitado y debo de escoger con mayor atino aquello que sé que voy a disfrutar por quién ostenta la dirección teatral, el elenco, el tema tratado, entre otros mil factores que hacen de una obra algo que merezca la pena vivir.
En este contexto que les relato, para esta temporada hice mi selección. Como buena aficionada me estudio las diferentes propuestas, selecciono aquello más sugerente y compro mis entradas. En esta criba dejé fuera un concierto teatral que gracias a la casualidad tuve finalmente el gran privilegio de vivir. Asier Etxeandia no es un actor, no es un cantante... es, ¿cómo lo diría?, la personificación del arte encima de las tablas. Sus propuestas son tan únicas que te hacen viajar a horizontes y lugares que uno no puede alcanzar a imaginar. Su presencia, su forma de hacer de su don un oficio, su respeto al sagrado templo del teatro está impregnado en cada uno de sus espectáculos. Las metamorfosis que practica y que contagia al público hace de sus propuestas algo único. Tengo muchas horas en salas de teatros y hay elementos que hacen que lo excelente se convierta en memorable y Asier Etxeandia lo consigue. No es que sea bueno, que lo es, es que se deja el alma en cada función porque, quizás, su hogar seguro, donde se siente más él sea, precisamente, interpretando a otros o a una versión de si mismo. Gracias Asier por regalarnos tu magia y perdón por estar a punto de perderme tu don. ¡Ah! Por favor, si leen estas líneas y tienen oportunidad de verle, da igual con qué propuesta, no se priven del privilegio de ver a un artista en plenitud del lugar del que nunca debería bajarse, un teatro.
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