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En estos últimos días nuestros municipios se han inundado de multitud de disfraces. Peques, y no tan peques, dejan en el armario sus complejos y ... vergüenzas para dar rienda suelta a su imaginación. Si uno focaliza su atención en los detalles nimios se puede dar cuenta de que se respira una alegría diferente. Risas, brillos en las miradas adornan los disfraces escogidos por cada cual. Hay personas que aprovechan la oportunidad para reivindicar mejoras en sus barrios, colegios, sociedad, en general. Otras personas hacen uso de esta oportunidad para exhibirse de esa manera que el día a día nos impide por los mandatos sociales. Te encuentras por las calles a diferentes personajes históricos o ficticios que, de una manera u otra, dicen algo sobre quién lo lleva. Porque, aunque seamos cajones con doble candado, en las pequeñas, y también en las grandes, decisiones nos mostramos incluso cuando nos queremos disfrazar.
Los días de Carnaval terminan, pero muchas personas se mantienen mostrando sus disfraces. En estos casos los adornos son más sutiles, menos identificables a simple vista. En ocasiones son sonrisas y fingida alegría mientras en su interior se libran batallas cruentas cuyas armas son la ansiedad, procesos depresivos, ira contenida, pensamientos intrusivos. Otros, en cambio, muestran una ferocidad atroz para con sus iguales cuando en sus cabezas y corazones habita una pequeña versión de sí mismos con miedo a que descubran su vulnerabilidad y les ataquen. En los medios de comunicación y en nuestros representantes políticos vemos auténticas muestras de gallardía y provocación cuando, muy probablemente, estén angustiados por si alguien destaca más que ellos y termina quitándoles la silla. Por la calle puedes cruzarte con ciudadanos que defienden lo uno y lo contrario en función de si están rodeados de gente o si están entre las paredes de su casa donde las máscaras caen por su propio peso. Y es que en la soledad de nuestra convivencia con nosotros mismos no valen las mentiras ni los disfraces. Aunque queramos ir de lo que no somos, una pequeña voz, que habita en tus pensamientos, te recuerda con insistencia que eres, para bien o para mal, simplemente lo que eres. Ya no sirven las apariencias, ni las palabras grandilocuentes con las que nos presentamos a los demás. El espejo, en forma de conciencia, te muestra tu reflejo sin ambages. Tus fracasos, tus aciertos, tus verdaderas ilusiones y anhelos, tus miedos acompañados de tus inseguridades, tus pecados, tus buenas acciones... Eso que eres por lo que dices, piensas, sientes y haces suele tener la apariencia de alguien desnudo sin protección ni armas de ataque.
En una sociedad como esta, con tanta ansia de que cada individuo busque ser mejor que la persona de al lado, es complicado aceptarse y quererse sin pretensiones ni adornos. Nos resulta más fácil llevar nuestras máscaras, cada uno la suya, y representar un papel continuo para salir indemnes, incluso, a veces, sin ser conscientes de ello. Yo voy reconociendo mis máscaras. ¿Y usted? ¿Cuál es la suya?
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