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Hace algo más de un año me convertí en madre, aunque una amiga me dijo que lo eres desde el momento en el que sabes que estás embarazada y tomas la decisión libremente de seguir adelante. Sea como fuere, la cuestión es que hace unas ... semanas se cumplió un año del día que mi hijo salió de dentro de mí. Me sigue abrumando la capacidad del cuerpo de las mujeres de crear vida, protegerla y poder mantenerla una vez fuera del útero materno. Que el progresismo mal entendido no borre, más de lo que ya está, el poder de la naturaleza y de nuestros cuerpos como parte de ella.
Las personas que me conocen en mi faceta de madre saben que no soy muy dada a romantizarla. Es más, algunos me han verbalizado que hago todo lo contrario, que soy demasiado cruda a la hora de abordar esta cara de mi vida. Puede que tengan razón, hablar de las sombras de la maternidad, de las noches en las que el bebé no duerme y tú lloras de puro cansancio, compartir la dureza del posparto y el nulo acompañamiento que recibimos las mujeres desde la sanidad pública una vez que el bebé está fuera del útero, expresar la inmensa incomprensión que sentimos en las semanas y meses posteriores y que muchas veces vivimos entre lágrimas silenciosas... Decir todo esto, y mucho más que callo, es crudo y el patriarcado no quiere que lo digamos en voz alta; quizás por eso yo no me canse de gritarlo. Sin embargo, hablar de la cara b de la maternidad no es incompatible con decir que mi hijo es el mayor regalo que me ha dado la vida porque me está enseñando a vivir y me está mostrando lo que significa el amor puro, sin dobleces ni adornos. Y es que un recién nacido te conecta con lo verdaderamente importante.
La maternidad te reorganiza la vida. Las renuncias son muchas, los meses de posparto indescriptibles, pero no lo cambio por nada. Porque la vida me ha devuelto a la casilla de inicio al convertirme voluntariamente en madre. Un año de primeras veces diarias, de acompañar a una persona con la experiencia de mi propia vida, de redescubrir la magia de estar vivos y lo esencial de nuestra existencia. De intentar disfrutar cada segundo porque sabes que el momento vivido ya no volverá, que algún día dejará de alimentarse de ti, que dejará de necesitar tu calor para dormir, que un día echarás de menos sus abrazos interminables y sus carcajadas envolventes, que ahora que ha empezado la guardería aprenderá a que en el mundo hay más personas y que también le hacen muy feliz su compañía. Y así un sinfín de situaciones. Si quieren vivir ese mantra tan moderno del aquí y ahora sean madres o padres. Esos locos bajitos, como dijo Serrat, tienen la capacidad de parar el tiempo y que todo deje de tener sentido porque el sentido son ellos. De recordarte que vivir es un bucle infinito de primeras veces y continúas despedidas. Porque la vida, aunque él todavía no lo sepa, es aprender a despedirse, a crecer dejando atrás lo que una vez fuimos para dar paso a lo que podemos llegar a ser. Y eso es lo que le toca: crecer y vivir.
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