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Soy analfabeta. Obviamente sé leer y escribir, pero es de sabias reconocer la ausencia de conocimiento en algunas –muchas en mi caso– parcelas del saber. Una de ellas tiene que ver con las piedras. Esto de la gemología me fascina porque sin saber la razón ... consigue hacerme parar en un mundo esquizofrénico que siempre nos está obligando a correr. No me atrapa aprender sobre sus propiedades, simplemente el observarlas sin prisa. Algo similar me ocurre con el fuego, el mar, la brisa que mueve los árboles o las nubes. No busco lo que hay detrás de esos fenómenos, simplemente me atrapan en el espacio tiempo y ello, para una persona que siempre quiere saber más, ya es mucho. Sin embargo esta columna versa sobre las piedras, así que sigamos con ellas.
Las piedras, preciosas o no, cuentan con sus particularidades y si las sabes observar, tengas cual tengas ante tus ojos, serás capaz de apreciar aquello que las hace únicas. A veces es una simple marca que te hace pensar cómo y cuándo se produjo el suceso que la marcó para siempre. En otras, una forma particular te hace rememorar algún sentimiento. También puede ocurrir que simplemente te resulte agradable a la vista o que al lanzarla disfrutes del eco del choque contra otros seres inertes. Las piedras, que están ahí desde los orígenes de la Tierra, son la analogía perfecta para hablar del ser humano.
Cada persona es resultado de una serie de acontecimientos que le han hecho ser quien es, acontecimientos que en ocasiones empleamos para que los demás no sean duros con nosotros y apelamos a su clemencia y a la bondad ajena. En otras, los convertimos en losas de las que no somos capaces de prescindir y que consiguen que el camino de la vida sea más arduo de lo que ya es. A veces, cuando no se han tenido experiencias duras, nos pueden convertir en personas muy dadas al juicio ajeno e inocentemente defensoras de la meritocracia. En definitiva, en función de tu trayectoria y de la forma de haberlo vivido serás de una forma de ser u otra con todas las virtudes que ello te otorgue. Pero, reconozcámoslo, todos y todas tenemos nuestra pedrada en la cabeza. No me digan que no he hilado bien. Sigamos.
Entre todas esas piedras se encuentran los diamantes. Fascinan por su brillo, por su aparente perfección, por su resistencia y por sus utilidades numerosas en diferentes campos. Vamos, la joya de entre las piedras. No les contaré nada que no sepan si les digo que los diamantes solo pueden ser dañados por otro de su misma naturaleza y que si se les aplica mucha fuerza de golpe pueden romperse desde dentro. Y es así cómo, entre las muchas personas que comparten oxígeno con cada uno de ustedes, existen también personas con un corazón diamante. Poco comunes, con rasgos fuertes, que soportan grandes tormentos, que siempre están para hacer más bello allí donde estén –siendo una mano amiga, trabajando incansablemente– pero que, aunque no lo parezca, un hecho concreto puede romperlas desde dentro. Así que les pido que, cuando se encuentren con una persona así, la cuiden porque, quienes parecen no necesitar apoyo, también se rompen tras un duro golpe.
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