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Vamos por el mundo confiando en la bondad de los extraños, en el agua caliente y en que los ataques de melancolía duren poco. Cosas que, encadenadas unas con otras, permiten que encajen los días como las piezas de un Tetris, que transcurran de una ... forma ligera, cómoda, sin que te arañen demasiado. Pero, de repente, todo se desarma. No tiene que pasar nada grave, sólo un percance que te desbarate, que te deje desencuadernado como un libro viejo: un imbécil que no contesta un mensaje a tiempo, un termo que no funciona a la hora de la ducha, una tarde que se hace inacabable. Por no hablar del drama de los dramas: encontrarte con una peluquera creativa. De ahí a acabar con el color de pelo de Bigote Arrocet, hay un tinte.
Algunos desprecian las catástrofes ordinarias porque no están a su altura. Son gilipolleces, tontunas. Convencidos de que están llamados a empresas mayores, esperan que les ocurra algo que justifique su presencia en este mundo, que les permita demostrar su valía, que la vida les ponga a prueba. Y si la vida no lo hace por sí sola, se apuntan a un triatlón, y lo cuentan como si regresaran de la guerra: cada carrera, un Vietnam. Son los que piensan que podrían ir a 'Supervivientes' a pasar hambre, a aguantar una tormenta apocalíptica, a dormir en el suelo, a soportar a José Antonio Avilés, a explorar sus límites. Yo, los míos, los tengo exploradísimos, que ya intenté dar de baja un móvil. Sobrevivir a una cosa así es mucho más duro: prefiero que se me metan bichos en el bañador a tener que hacerlo de nuevo. O a que se me rompan las gafas en en mi primera comparecencia ante la Comisión del Congreso. Sobre todo, porque no tengo a nadie que me lleve unas de repuesto.
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