De repente, me he dado cuenta: esta noche es Nochebuena. No lo había pensado hasta ahora porque voy a mesa puesta y no he tenido que pasarme tres días planeando menús, planchando manteles de hilo y escondiendo en los armarios el desorden en el que ... vivo; hoy puedo dejar los periódicos amontonados en la mesita del salón y los cacharros en el fregadero, cerrar la puerta y salir de casa para ir a cenar con los míos mientras me cruzo con los que van a cenar con los suyos.

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Durante un rato, todo será ruido en las calles y trasiego en los portales: los padres irán de un lado a otro con bandejas envueltas en papel de aluminio, botellas de vino en bolsas de supermercado y niños sepultados bajo abrigos y bufandas. Después, las casas llenas harán que la ciudad parezca vacía; fuera habrá un silencio extraño y dentro se oirán los villancicos, y el sonido de las copas al brindar, y los besos, y el dile a tu hijo que suelte el móvil que vamos a cenar, y el qué bueno que está todo, y el vamos a abrir este vino que ha traído tu hermano, y el vigila al abuelo que tiene la tensión por las nubes y ya lleva tres trozos de mojama y cuatro anchoas.

La Nochebuena es una tregua con olor a asado entre inmunidades, investiduras y conspiranoias, entre el trabajo y los dolores cotidianos, pequeños o grandes. Es una sensación reconfortante, la de estar protegido y a cubierto, la de tener un sitio adonde ir en medio de un mundo que cada vez se nos antoja más raro e inhóspito, la de entrar en el único bar que queda abierto de madrugada. Esta noche todas las familias, hasta las infelices, parecen felices. O, al menos, lo intentan. Feliz Navidad.

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