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Ahora con este fuego recuerdo París después de los atentados como una postal vacía, una invitación a la locura. Aquella noche todas las terrazas que empezaron tímidamente a abrir se aparecían desordenadas, como si todas las mesas de la ciudad permanecieran aún volcadas por las ... ráfagas de balas. París era una ciudad ametrallada. La misa en la catedral de Notre Dame fue el primer paso que dio Francia para volver a salir a la calle detrás de aquel tipo que una mañana después del horror y, pese a las recomendaciones, se plantó en el cordón de seguridad de Bataclan con sus dos hijos de la mano y allí en la soledad de la calle les dijo que no podrían con ellos. La misa fue el primer acto colectivo contra el miedo. Los parisinos fueron acercándose poco a poco, reconociéndose en los demás, intentando no escuchar las sirenas y los motores de los coches de la policía que doblaban las esquinas como rayos azules bajo los bandos de palomas perdidas, espantadas, esnortadas tras dos días y dos noches de sobresalto sin saber dónde posarse. Solo la gran campana de la iglesia llamaba a la calma con su sonido de luto, profundo y largo como el otoño de Verlaine.
Tres líneas de seguridad. Los policías de Francia abrían cada mochila como si fuera a ser la última y buscaban en las pupilas cómplices de las gentes asustadas, decididas y emocionadas, una señal de que aquello pasaría. El pueblo de París en la explanada de la iglesia era la imagen de la fragilidad. Dentro comenzó la misa que se atisbaba de lejos solamente en los reflejos de luz que salían por las puertas y un eco presentido de focos y de jefes de estado. Fuera, las pantallas mitigaban la oscuridad en las que los parisinos seguían las celebración en corrillos de oraciones. De pronto, los gritos de los gendarmes, las llamadas de los teléfonos, las carreras de los agentes de un lado a otro, los dedos en los gatillos. Algo estaba pasando. Dos helicópteros comenzaron a volar sobre la gente, más bajo de lo normal y en aquel estruendo -tacatacataca- comenzaron a correr los rumores de que se iba a producir un atentado allí mismo, entre nosotros y entonces prendió el miedo de nuevo. Los ciudadanos temieron el pánico de una avalancha y atendieron a algunas personas que aconsejaron no correr y agarrarse unos a otros en racimos para aguantar una estampida sin que se hirieran los más mayores. En ese momento, el pueblo de París comenzó a rezar en una oración tibia, suave y calmada, casi un bálsamo cantado -«Je vous salue, Marie, comblée de grace» (Dios te salve, María, llena eres de gracia)- y el miedo fue menos, y de alguna manera en aquel mantra repetido supimos allí delante de la gran catedral que en conjunto nada podría derrotarnos. Éramos una civilización que cantaba y en esa plegaria éramos mortales, pero al menos éramos, «yo contigo, tú conmigo, todos con todos, humanos erguidos pero no desafiantes». He vuelto a escuchar esa plegaria frente a la cúpula en llamas de la gran catedral y reconozco algo más que un monumento, una suma de obras de arte por la que se lamenta Pedro Sánchez. Notre Dame es además y quizás sobre todo un templo y un consuelo. Hasta Macron lo sabe. Por eso, el presidente de una república laica salió a compadecerse de los cristianos. Y no pasó nada.
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