El yayo Tasio se rebela por un instante contra la fatiga pandémica que también a él le está dejando mustio, como sin ganas de hacer nada ni hablar con nadie. Reúne unas poquitas de las fuerzas que hace tiempo le han abandonado y coge ... impulso para salir de casa unos minutos. Con una vuelta a la manzana le basta. Se lava las manos con fruición, rellena el botecito de hidrogel del que nunca se despega y estrena una mascarilla que le deforma las orejas y le empañan las gafas de ver. Le tenemos dicho que no se mueva ni por supuesto se junte con extraños. Que avise si necesita algo y se lo dejamos en el felpudo. El abuelo es obediente, lleva meses asumiendo sin rechistar que el virus es implacable y él un objetivo prioritario. Sin embargo, e puede más el otro mal que discurre en paralelo al COVID: el que tiene como síntoma la búsqueda constante de culpables de que los contagios se disparen y las UCI estén saturadas. Pone un pie en la calle con temor y aguza la vista tratando de detectar transgresores. Le da igual el perfil. Se prepara para cualquier cosa. Aspira a ver negacionistas con la boca al aire, no convivientes superando el número permitido, corredores dejando una estela de aerosoles en cada zancada, abuelos como él estornudando sin pañuelo, adolescentes gritándose al oído, fumadores en cada esquina, aglomeraciones dentro de la mercería. Nada. El paisaje que le devuelven sus ojos es de una ciudadanía responsable y cumplidora. Esa que nunca sale en el parte de sucesos ni encabeza las malas noticias. Gente vacunada contra quienes les achacan peculiaridades que no poseen.
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