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En esta santa casa se respetan las comidas; las cenas, cada vez menos. Hay noches en las que cada uno coge su plato y su dispositivo, y ahí nos las den todas: uno cena tortilla francesa con jamón y móvil; el otro, picoteo variado con ... iPad y, servidora, fruta con ordenador. A las nueve y media, nos convertimos en una familia desestructurada. Como los Flores Carrasco.
Me como un triste trozo de sandía con los auriculares enchufados al portátil. ¿Qué veo? No sé, da igual, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es el ruido de mi boca al masticar, de mi garganta al tragar; casi puedo oír cómo el trozo de fruta cae en mi estómago. De repente, los cascos se han convertido en un fonendoscopio que me permiten auscultar los ruidos internos y las corrientes subterráneas, o subcutáneas, que por algo circulan bajo la piel. Es curioso escuchar así al cuerpo, porque lo escucho poco. En el sentido figurado y en el literal, que soy más de verlo que de oírlo, sobre todo ahora, en verano, cuando llega el temido momento de ponerte el bañador y examinarte con ojo autocrítico, pero autocrítico de verdad, no como Pablo Iglesias. Pero solo te ves por fuera, sin saber qué pasa por dentro, hasta que llega el día en el que te haces un análisis y descubres que tienes el hierro por los suelos y que se te ha disparado el sodio, o el potasio. La tabla periódica y sus sorpresas.
Ahora, en cambio, estamos más atentos. A nuestro cuerpo y a sus llamadas de atención, que aún vivimos con la espada de Damocles encima, que no sabemos cuándo va a parar esto, que nos vamos a la playa confiando en que las olas, y el sol, y la arena puedan ponerle fin. Para Hipócrates, el mar lo curaba todo. Ojalá funcione la hidroterapia.
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