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Hace unas semanas, Biden firmó una ley en apoyo de las víctimas del síndrome de La Habana. Al parecer, varios diplomáticos estadounidenses -desde Cuba, Rusia, China o Austria- creen estar siendo atacados con ondas acústicas comunistas. Repasemos los síntomas que provoca esta revolucionaria santería auditiva: ... dolor de cabeza, náuseas, fatiga, somnolencia, vértigo, dolor de oído, angustia. Algunos aseguran que no pueden trabajar. Vamos, que el mundo se les hace bola. Tengo la sensación de que yo esto ya lo he vivido. Mi pareja me confirma, sin levantar la vista del ordenador, que él también. El grupo de whatsapp está que arde: Alejandro, que curra diez horas al día, escribe que ya ha pedido cita en la seguridad social; y Clara, que se ha lesionado justo antes de sus vacaciones, está convencida de que le han echado unas cuantas microondas cargadas de mal de ojo. A ver si al final va a resultar que el síndrome de La Habana es la vida misma. O, al menos, esta vida.
Estados Unidos considera que esta es una cuestión de seguridad nacional. Sin embargo, tiene toda la pinta de ser un problema de salud mental generalizado al que nadie presta atención; provocado, más que por un arma acústica secreta, por un determinado estilo de vida que, por cierto, se inventaron ellos. Para terminar de redondear la broma, esta colección de males no se engloban bajo un hipotético síndrome de NY, ni de Pekín siquiera: síndrome de La Habana. Por lo visto no había ironía en el autobusero del «me estás estresando». A propósito: hoy, 29 de octubre, se celebra el Día Mundial por el Decrecimiento. Quizá sea hora de plantearnos si, además de desacelerar el planeta, no deberíamos bajar el ritmo también nosotros.
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