Síndrome posvacacional
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En el fondo está la genuina comprensión y aceptación del trabajo como algo absolutamente humano, y del descansoLos últimos días de agosto –otros años no recuerdo– la televisión nos ha dado la matraca con el ya diagnosticado 'síndrome posvacacional'. No hace falta ser un experto en medicina pasa saber que cierta ansiedad nos afecta a todos en muchas circunstancias. Yo personalmente me ... pongo muy nervioso cuando me toca mirarme la tensión y también cuando he de acudir a la revisión periódica del cáncer. Una ansiedad que no acierto a evitar. La ofrezco a Dios en penitencia por mis pecados y a otra cosa mariposa.
Se entiende que cueste pasar de unos días de playa –sin dar golpe y tumbados al sol, aunque nos achicharre, en familia y con un chupito en la mano– a volver al curro, sea este el que sea. Y esto lo sabemos todos: empresarios, padres de familia, legisladores, obreros de la construcción, funcionarios, todos. Yo recuerdo en mis años de estudiante en el seminario que en los días inmediatos a nuestro ingreso en el centro nos entraba lo que llamábamos la 'murria', a la pata la llana un especie de tristeza o de morriña que nos duraba unas horas sin llegar a un día completo. La verdad es que esa melancolía se concretaba, tenía todos los visos de ser una mal de ida y vuelta. Yo la notaba al dejar el seminario y a mis amigos y al dejar mi familia y mis hermanos. Pero no me he muerto por ello.
Yo estoy empezando a pensar si no habrá una intención oculta tras tanta insistencia con el síndrome posvacacional. ¿No será que hay una pretensión escondida de crear una enfermedad nueva que dé derechos a una cura en forma de más días vacacionales pagados por la seguridad social, o sea por todos? Ya lo veremos.
En el fondo de este tema yo veo que está la genuina comprensión y aceptación del trabajo como algo absolutamente humano, y del descanso, asimismo absolutamente humano.
Yo creo firmemente en el hombre creado por Dios y dotado de una naturaleza y de un modo de ser y de actuar muy concretos y muy determinantes. Y que oponerse a ese ser natural del hombre en base a ideologías baratas, por más de moda que estén, presta un flaco servicio a la sociedad y a los seres humanos concretos.
Dios creó al hombre para que trabajara y quiso valerse del trabajo del hombre y de la mujer para completar y perfeccionar su propia creación. De ahí que el trabajo –todo trabajo, cualquier trabajo– tiene la dignidad que le presta la propia dignidad del ser humano. Y es tan valioso a los ojos de esa dignidad el trabajo de un empleado/a de la limpieza como el de un ministro, una peluquera o el trabajo de un diputado del congreso.
Yo admiro y envidio a aquellas personas que disfrutan con su trabajo, se realizan –que se dice ahora– con su trabajo. Se sienten sumamente útiles y sumamente importantes. Y así, trabajan a gusto. El trabajo no es para ellos una maldición, aunque a nadie le amarga un dulce si te cae el gordo de la lotería y no es tan perentorio el tener que seguir trabajando.
Para no padecer el síndrome de las posvacaciones no solamente será bueno seguir esos consejillos de sentido común que nos dan los expertos y que ya me los daba a mí mi abuela Vicenta hace setenta años.
Hay que valorar el propio trabajo, hay que mimarlo porque nos sirve para mantenernos, mantener a otros (la familia, los hijos), realizarnos personalmente y contribuir al bien común. Y ante todo y sobre todo, nos ayudará a dar sentido a nuestras vidas.
Para muchos hay una –¿cómo lo diría yo?– antropología del trabajo que no conviene perder. Jesús de Nazaret –¿les suena, verdad?– era conocido como el hijo del carpintero. Y uno de sus discípulos más decisivos, Pablo de Tarso, anima a todos a llevar una vida laboriosa, a la par que él se mostraba orgulloso de trabajar con sus propias manos para lograr su sustento y el sustento de los suyos.
Quiero terminar dirigiéndome a los lectores ya mayores que me siguen los domingos y que me comentan cosas –desde su andador, su silla de ruedas o desde el banco (el de sentarse, no el de las perras)– para decirles que pueden seguir ayudando y apoyando a todos con su talante, con su buena cara y ¿por qué no? con su oración. Y mostrar a todos la actualidad eterna de aquella expresión de nuestro inmortal Antonio Machado: «Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas».
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