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Tengo por costumbre leer todos los comentarios que provocan las informaciones que, antes o después de acabar en el papel, pasan por la página web ... de esta casa. Es una actitud algo egoísta: siempre hay mucho que aprender de los lectores. Es algo así como –salvando todas las distancias– cuando el carnicero te pregunta si los filetes de ternera que te colocó la semana pasada estaban buenos o no. Si todos los clientes le dicen que estaba dura, que estaba seca y que olía a vaca vieja, tratará de poner solución. Más difícil lo tendría para llegar a una conclusión cabal si el vecino del primero le cuenta que la del tercero no pasa con demasiada frecuencia por la ducha; si la del cuarto se quejara de las camisas que se compra el del sexto; y si todos criticaran al del ático por tener una bandera del Barça ondeando en lo alto del edificio.
Según se acercan las elecciones –queda un año, témanse lo peor–, ese cruce de reproches banales y estériles que solo persiguen el escarnio público de quien tiene un criterio diferente, de los protagonistas de la noticia o de los hechos que se cuentan acaban por condenar al ostracismo a quien los contempla con una mirada reflexiva.
Es el mal de las redes sociales que, como las variantes más contagiosas del coronavirus, se extienden sin solución de continuidad. Los trolls van conquistando cada vez más espacios, imponiendo su dictadura, su particular versión de la espiral del silencio sobre la que teorizó Noelle-Neumann, con la que consiguen acallar las opiniones discordantes desde su valiente anonimato.
Siempre he pensado que las únicas redes sociales aceptables son esas que se montan al abrigo de la fresca veraniega en cualquier poyo de cualquier pueblo, pero quién sabe si de vuelta a casa se lanzan a Twitter a criticar los chuletones del carnicero.
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