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La anunciada victoria de la alianza entre las formaciones de Giorgia Meloni, Matteo Salvini y Silvio Berlusconi en las elecciones del domingo en Italia sitúa la gobernación de uno de los países fundadores de la UE en el extremo derecho del tablero. En posiciones que ... discuten abiertamente valores que hasta ahora han hecho posible la confluencia de intereses y aspiraciones comunes entre los europeos. Una parte significativa de la Unión se escoró en las urnas hacia el lado opuesto a la cohesión desde la diversidad, a la prevalencia del principio de ciudadanía, a la convicción de que nadie puede creerse más que nadie por su identidad de origen. Una parte determinante del electorado italiano parece haber prescindido de la tradición republicana del país, desechada por caducidad generacional e ineficiencia.
A unas horas del veredicto del domingo se hace obligada la prudencia. El escrutinio en votos, pasado por un tamiz diseñado para que ocurriera lo que pasó –la posibilidad de hacerse con las dos cámaras legislativas con el 44% de las papeletas–, sitúa fuera de juego a los grupos del centro hacia la izquierda, penalizados por una decepción abstencionista. Pero, al mismo tiempo, da lugar a una mayoría imposible de encasillar en una política unívoca. La combinación entre Hermanos de Italia, la Liga y Forza Italia bien podría dar lugar a un programa de Gobierno netamente conservador, pero dependiente de la UE y, en esa medida, reacio a tensar la cuerda interna y la externa. Proclive, si acaso, a mantener a los demás socios en el desconcierto de posturas e iniciativas que se sucedan entre la desafección y la aceptación de reglas comunes de juego.
La Italia que ha concedido más de una cuarta parte del voto popular a Meloni reclama ser tenida en cuenta en sus demandas y en sus prejuicios. Las primeras han de ser atendidas por Roma antes que por Bruselas. Los segundos deben ser desmontados uno a uno y sin concesiones que contribuyan a institucionalizar la exclusión, las fobias sociales y la xenofobia. Aunque Italia sea la tercera economía de la Eurozona, los ciudadanos que han votado por un viraje tan drástico no pueden arrastrar consigo al resto de la Unión. Se trata de una señal de advertencia muy seria que interpela a décadas de política europeísta y de moderación. Pero no puede darse por sentado que representa una corriente irrefrenable para la naturaleza democrática del proyecto europeo.
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