Mi verano es una sandía flotando a la orilla del río. El calor es infernal. La mitad del barrio se ha ido al pueblo, pero nosotros no tenemos pueblo. El escay del sofá se pega a la piel y las persianas están echadas en un ... intento estéril de crear un efecto bodega en el salón. El yayo Tasio ordena que nos vamos a comer fuera. Lo dice con una contundencia proporcional a la seguridad de que hoy tampoco vamos a pisar un restaurante con aire acondicionado. En un pispás hace una tortilla de patata que mete en una fiambrera, guarda unos pimientos asados en la tartera y me manda a comprar la sandía más grande y hermosa que haya en la tiendita del barrio. Metemos todo y a todos en el viejo coche de siempre que hierve por dentro. No corre una brizna de viento ni bajando las ventanillas cuando la carretera pica cuesta abajo. Nuestro destino es un merendero a la orilla de un riachuelo que está a media hora de casa y sin embargo dista una eternidad de la ola de calor. Es un lugar tan templado como relajante. Aunque hay mesas de piedra y un par de asadores, el abuelo decreta que vamos a comer un poco más allá. Justo debajo de un roble forrado de liquen al que casi le salpica el agua, con unas raíces tan gordas que sirven de asientos. Despliega el hule donde en un rato vamos a devorar nuestras modestas viandas y me encomienda la tarea más trascendental del día: meter la sandía en una poza minúscula. Mientras comemos, veo de reojo cómo aquella oronda pieza verde sube y baja, bamboleándose debajo de una cascadita que la refresca. Nunca he vuelto a probar fruta más sabrosa y mejor.

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