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«Nunca salgas de casa sin dinero», me decía mi padre. «Pues dame algo, que estoy tiesa», aprovechaba yo, y le sacaba cien pesetas al tío rumboso. Ahora, mi padre también me diría que no saliera de casa sin un salvoconducto. Qué vida esta: si ... me pongo un sombrero de ala ancha (y le echo mucha imaginación), soy Ingrid Bergman intentando escapar de Casablanca. En el bolsillo, junto con un clip, cuarenta y cinco céntimos y una pieza de plástico pequeñísima que no sé ni lo que es ni para qué sirve, llevo un trozo de papel firmado por una instancia superior que me autoriza a estar por la calle más allá de las once de la noche porque estoy trabajando. Currando, sí, y con nocturnidad y agonía, que a esas horas una ya está boqueando como un pez fuera del agua.
Que un trozo de papel sellado te permita saltarte la nueva normalidad da para mucho. Por eso, me voy a hacer un salvoconducto a mí misma. Rosa Palo autoriza a Rosa Palo a comerse un bocadillo de lomo empanado. Y a comprarse un vestido sin fecha de estreno. Y a tomarse un tarde libre, perruna y sofalera, saltando de canal en canal. Pero no sé si conseguiré el salvoconducto que más quiero: uno que me permita decir tres o cuatro (o cinco) sucedidos que se me quedaron clavados en la boca del estómago antes de la llegada del euro. Porque Rosa Palo, mi autorizanta, es una muchacha prudente que sabe que algunas cosas hay que tragárselas. Y que la sinceridad está sobrevalorada, que también. Y que, a estas alturas, ni siquiera merece la pena. Al menos, para mí, que no para los satélites de los Pantoja: treinta y seis años después, todavía siguen sacando trapos sucios. Claro, que a ellos los autoriza Paolo Vasile. Ese sí que es una instancia superior.
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