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De siempre he sido muy de esquivar a quienes se han presentado como salvadores. Salvadores de mi casa, de mi pueblo, de mi país, de mi raza incluso... En fin, de todos los salvadores con trazas de Illuminati dispuestos a redimir al mundo y ... reconducirlo no a otra Revolución francesa sino al camino del bien, a la senda de la corrección y a la vía de la salvación suprema.
Me refresca este convencimiento el relato del poli ventrílocuo, hombre de bien empeñado en salvar niños de las garras de sus profesores, una reata de obsesos obsexos; empecinado en librar a las criaturas de las autoridades educativas, ese grupo de degenerados (y degeneradas) con tendencias de parafilia; obcecado incluso en amparar a los menores de sus propios progenitores, padres y madres (en el mejor de los casos, claro) torpes e incapaces siempre.
Inasequible al desaliento, si blandir la cimitarra y gritar «los niños no se tocan» no le vale, se presenta en el juzgado por colleras con tales o cuales abogados de su corte. Y lo mismo denuncia a un consejero que empapela a la directora del colegio en el que, casualmente, vivió por la gracia de la municipalidad y por la cara hasta que hace algunos años le obligaron desalojar. Evidente, todo por salvarnos.
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