El puerto seguro del buen cine salva algunas noches del prime-time de la televisión pública (cuántas noches desperdiciadas); aunque sea en su espalda, La 2. Los martes, se recala en el catálogo de los fijos universales y los viernes en la 'Historia de nuestro ... cine', que es lo mismo que decir en el cine de nuestra historia. Mención aparte de 'Versión española', claro, decano de la resiliencia cinematográfica nacional, los domingos, en competencia con blockbusters y carruseles deportivos. Y todos los días en competencia con las malas noticias. El cine, madre de todas las pantallas, no defrauda nunca. E incluso cuando te quita el sueño –por el horario, próximo al otro cine, el de las sábanas blancas– compensa. Y si te quita un sueño, te proporciona otro. Además, estas sesiones de las 2 te permiten algo mejor que ver: volver a ver. Y en esto, ningún espectador se baña dos veces en la misma película. O viceversa. Al volver a ver, o a 'revisitar', como se dice desde que revisitamos Brideshead, en la televisión precisamente. Esta semana dos hitos. El martes revisitamos Maycomb, en la Alabama de 1933 y el viernes Madrid, en la España de 1995. El revisitar acaba reubicándote en zonas del tiempo presente. Zonas siempre críticas. En Matar un ruiseñor está la secuencia del perro rabioso. Cuando, de pronto, un perro cojo y enrabietado aparece por la calle del vecindario. Y se va acercando. En ese perro está larvado un peligro mayor. En el horizonte, al mismo paso, se aproximan la devastación de la crisis económica, el auge de los nazismos en el mundo y el odio racista, la mayor de las formas de la rabia. Particularmente fermentada en el sur de los Estados Unidos. Cosas, todas ellas, que hoy repuntan. Y Atticus Finch, el hombre replegado por una viudedad irreparable e inconsolable; refugiado en una compostura imperturbable; acogido –para asegurar la supervivencia de sus hijos y de su comunidad– en una moralidad ática, que le dota de una dignidad elegante pero nunca presuntuosa, el abogado que quizás fuera bueno con el rifle en su día y que hubiera podido ser, sin duda, un sheriff de los de John Ford o Howard Hawks –véase cómo protege el juzgado por la noche para que no linchen a Tom Robinson, con los pies sobre la baranda, leyendo bajo la luz de la lámpara de pie–; el padre, el ascendente que es en definitiva, se ve en la tesitura de tener que disparar, de matar a un perro, delante de sus hijos. Se producirían muchos arcos irrepetibles en esta película, más allá de ella. Se crearon, por ejemplo lazos filiales indestructibles entre sus protagonistas. Peck sería, ya para siempre, Atticus y un padre para Mary Badham («Scout»). Y llevaría, ya para siempre, en su muñeca el reloj del propio padre de Harper Lee. Pero lo más emocionante es que Brock Peters, el negro al que Atticus Peck no pudo salvar en la historia, fue el encargado de leer un obituario en el funeral de 'su' abogado, en 2003. Y entonces, Peters, o sea Robinson, expuso la más hermosa regla de tres: «En el arte hay compasión. En la compasión, humanidad. En la humanidad, generosidad y amor. Gregory Peck tuvo todo esto en su más altas cotas». Podría haber sido un alegación de Atticus. Podríamos llevarla siempre de fondo de pantalla. Y, de puertas para adentro, tú coges El día de la Bestia, y pones que el padre Berriatua viaja hasta Madrid para combatir al maligno desatado en sus calles e instituciones por la pandemia vírica y política y no hay que tocar ni un plano. Es más: la película ya transcurría de camino a las Navidades. Aunque en un Madrid mucho más petado en su centro comercial que lo que veremos el próximo diciembre. De hecho, en general, caminas ahora por un Madrid vacío y clausurado, como arrasado por una secuela de aquella fábula que hoy, comparada con la tristeza extendida por las calles de 2020, se nos antoja un cuento colorista y casi naif. Una diablura. Y esta noche, en 'Versión Española', Truman, con Javier (Cámara), Darín y un gran perro... bondadoso: cine para sanar. La regla de Peters. Vuelvan a verla. Buenas noches.

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