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Llevo una camiseta que está para el arrastre. La encontré por internet en una tienda de Londres hace años, y me la he puesto tantas veces que está agujereada y medio transparente. Tendría que tirarla a la basura, pero soy incapaz. «Eso solo sirrve parra ... haserr trrapos», me dice Maya, rusa perdida y ajena al sentimentalismo roperil. Vale, tengo al enemigo en casa, pero con tal de que alguien me eche una mano con la limpieza de la cocina y de los cristales me da igual que me tilden de colaboracionista. Eso sí, como me rompa la camiseta la que monta la III Guerra Mundial soy yo.
La camiseta morirá conmigo. Es más que un trozo de tela con la estampación desvaída y el cuello desbocado; es un refugio. Es confortable, ligera, dulce, cómoda. Y es muy difícil renunciar a la comodidad: a la ropa cómoda, a las relaciones cómodas, a los curros cómodos (alguno habrá) y a la gente cómoda, que rulan por ahí algunos interfectos que pican como un jersey de lana barato.
También hay tiempos incómodos. Más incómodos aún que los vestidos que me hacía mi abuela, siempre de tela áspera, acartonada. Por mucho que yo renegara, y que llorara, y que me resistiera, ella acababa enfundándomelos por la fuerza los domingos por la mañana para ir a tomar el aperitivo. Y, por muchos litros de Mimosín que les pusiera mi madre al meterlos en la lavadora, seguían raspando como demonios, como los tiempos que vivimos, densos, asfixiantes, inciertos, cabrones. Así está el personal, echándose suavizante en el lavado matinal en forma de ansiolíticos y de antidepresivos para ver si llega medio vivo hasta la noche. El pasado lunes fue el Día Mundial de la Salud Mental. Y no todo el mundo tiene una camiseta vieja en la que refugiarse.
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