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En los tiempos del cuplé (o antes) en las casas con posibles había un saloncito de fumar. Lo sé porque he visto muchas películas: me encantaba ese momento en el que tras una cena con cubertería de plata y soperas de porcelana, los hombres (sólo ... ellos, ay) se retiraban al saloncito de fumar. Y allí, al resguardo de su cofradía masculina, encendían sus habanos y charlaban de las cosas importantes, mientras sus mujeres, sin la presencia de esos pelmazos, se dedicaban a mejores cosas.
Esos tiempos de patillas, chalecos y frufrús pasaron, y están las cosas de la vivienda como para gastar espacio en saloncitos de fumar. No nos caben las cosas de los críos.
Ya sé que los munícipes de Logroño (y de otras ciudades, también) no lo hacen por nostalgias de aquellas épocas, pero el caso es que llevan décadas trabajando duramente para dotar a las modernas ciudades españolas de cómodos saloncitos callejeros de fumar. Creo que antes se llamaban terrazas, pero casi que podemos dejar el nombre, porque cada vez son menos urbanas y más domésticas. Las cerramos por dos o tres lados, les ponemos techo, les damos la mitad de la calle (o más, si se puede) e incluso les diseñamos bonitas jardineras ad hoc para delimitar el territorio del saloncito, como ocurrió de inicio en Bretón de los Herreros.
Para que el saloncito sea utilizable todo el año, sólo faltaba ponerle una chimenea y reposapiés. Como eso ocuparía mucho sitio, nos conformamos con estufas. De modo que quienes fumen puedan arremolinarse a su alrededor, llueva o nieve, aunque sean artefactos gastadores y contaminantes.
Seguro que, según avance la polémica sobre las setas de butano, éstas acabarán siendo sustituidas por cacharros eléctricos que seguirán consumiendo un Perú, aunque de lo suyo gaste el que de ello se beneficie. Pero a lo que voy es a algo más que eso: a cómo ha ido evolucionando el uso del espacio público para beneficio privado.
Entiendo que tiene que haber terrazas, y que a todos nos guste disfrutar de una buena terraza. Pero el conflicto es evidente cuando las cosas se planifican pensando sólo en ese beneficio privado. Y hay situaciones (el caso de Muro de Cervantes es paradigmático) en el que parece que al Ayuntamiento le preocupa mucho más el asunto bar que el asunto peatón.
Que sí, que bien. Que terraza ha de haber. Pero una terraza no es un saloncito de fumar, caldeado y cerrado como un invernadero de El Ejido. Y encima contaminante.
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