V endo baratas las sobras de una pandemia. Si se lleva el paquete completo ahora que las restricciones se diluyen, hasta las regalo con tal de hacer hueco en las estanterías y en mi recuerdo. El conjunto contiene, sobre todo, mascarillas que compramos a tutiplén ... con el estallido del virus. Nos hicimos con cientos cuando todo era miedo, desabastecimiento y aerosoles. Están las que nos costaron a doblón al principio y las que repartieron a puñados luego a los críos y jamás supimos cómo anudar. Higiénicas y quirúrgicas, FFP2 y caseras, de tela y ribeteadas con logos de esta empresa o aquella peña. Con ellas cedo también dos orejas de soplillo, el recuerdo borroso de tanta gente a la que saludé sin reconocerla detrás del tapabocas. También las bocanadas de aire que tomé a hurtadillas cuando las gomas apretaban sobre la nuca hasta ahogar. Entrego los botes de gel hidroalcohólico sobrantes que siempre nos parecían pocos y fuimos distribuyendo en la entrada y el salón, en cada baño, en todas las habitaciones, en el salpicadero del coche. Su olor a colonia ruda y el tacto unas veces líquido, otras viscoso. Doy también gratis el mal humor que me invadió en el confinamiento y amenaza con cronificarse, los kilos que gané mientras espiaba incrédulo desde la ventana al ejército desinfectando las calles. Me quito asimismo de encima curvas álgidas y estadísticas sombrías, muertes y limitaciones de aforo, incidencias acumuladas y verjas echadas. Lo único que no incluye el lote son los aplausos de agradecimiento a las 8 de la tarde. Los conservo como oro en paño en un bote con una etiqueta en la que no consta fecha de caducidad.

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