La 25ª conferencia de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) nació con mal pie: rechazada por Bolsonaro en Brasil por razones ideológicas, fue aceptada por Chile, que a última hora tuvo que renunciar a su organización ... por su crisis interna. Como es sabido, España se ofreció a asumir el compromiso y en un tiempo récord ha sido capaz de organizar el evento, al que han acudido unos 25.000 asistentes y casi 1.000 voluntarios, en un espacio de unos 100.000 metros cuadrados y con una inversión de 60 millones de euros, con un retorno estimado de unos 100 millones. Con este alarde, España ha demostrado su gran capacidad emprendedora. Sin embargo, los resultados del evento, tras quince días de deliberaciones -ha habido dos espacios separados, la zona azul, donde se ha llevado a cabo la conferencia oficial, y la zona verde, destinada a la sociedad civil: jóvenes, indígenas e innovación-, han sido pobres. El principal objetivo que se le había marcado a la cumbre era el relativo al mercado de carbono y los mecanismos concretos que lo deben regular, en desarrollo del artículo 6 del acuerdo de París. La cuestión es de gran relevancia porque este mercado es el que debería transferir recursos desde los países más desarrollados a los menos, lo que proporcionaría incentivos a estos para invertir en su descarbonización futura pese a que ellos no son los responsables de las excesivas emisiones, que evidentemente provienen de los más ricos. Pues bien: este asunto, que estuvo pendiente hasta el final de las negociaciones ayer mismo, fue finalmente apartado de la declaración final, en un intento de avanzar al menos en el grueso de los objetivos, que ya son suficientemente conocidos: hay pocas dudas sobre la magnitud del esfuerzo que hay que realizar, y lo importante es impulsarlo materialmente porque el tiempo apremia. La Unión Europea no disimuló su disgusto ante la ausencia de «normas claras» para el mercado de carbono. Sí se han conseguido otros objetivos abstractos -como la apertura de un «diálogo sobre el océano y el cambio climático» en un organismo de la ONU- que abren frentes nuevos, pero que no facilitan la tarea central, que debe ser la gran reconversión industrial que el mundo necesita, aneja a un cambio radical de mentalidad. Parte de la sociedad civil está movilizada, pero por alguna razón no consigue arrastrar a las instituciones nacionales ni a las supranacionales. La lucha contra el cambio climático avanza, en fin, a paso de tortuga.
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