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Lo ha recordado la prensa: medio siglo de La naranja mecánica, película. A estas alturas ya no solo forma parte de la historia del cine, sino también del léxico, de la iconografía y de la idea que cada cual se hace del mecanismo interior de ... una naranja. Su sátira ultravisual de la inoculación y de la gestión de la ultraviolencia, individual y estructural, sigue siendo un hito y una referencia. Y sus 'drugos' permanecen operativos, bajo otro disfraz. Se estrenó en 1971 en EEUU e Inglaterra –de la que, no obstante, pronto sería retirada– y en España, cuatro años más tarde, el 27 de noviembre de 1975, en Madrid, tan solo una semana más tarde de la muerte de Franco y con la tardocensura tibiamente aliviada desde febrero. En el cine 'Cid Campeador' (¡!) donde se estrenó, había en cada pase quinientas personas sentadas en las butacas y otras quinientas esperando en la fila. En otras ciudades, como Sevilla, tuvieron que publicarse avisos para que la gente no acudiera a verla desde los pueblos o desde otras provincias porque no iban a encontrar ni una localidad. No pasaba algo parecido desde Los diez mandamientos, no exenta también de algún fruto prohibido. Y eso que La naranja mecánica se exhibía 'leída'; es decir: con subtítulos en español. Y no en abierto, digamos, sino en lo que se llamaron 'Salas especiales', luego de 'Arte y Ensayo', a las que, desde 1967 se derivaban películas que el régimen, aún poniéndoles muchos reparos y tras, en muchos casos, haber dilatado hasta lo grotesco su estreno, consentía su exhibición limitada y tutelada, en la (secreta) confianza de que la V.O. constituiría, por añadidura al ensayismo, un filtro natural. Algo que –a pesar de las dificultades del argot nadsat– no sucedió con La naranja mecánica, desde luego. Y de hecho, lo 'especial' de estas salas producía, muy al contrario, un efecto llamada. En ellas, se anunciaban entre admiraciones películas «¡íntegras!, ¡esperadísimas!, ¡sonadas!, ¡polémicas!», literalmente «¡imposibles!» (así se anunció Viridiana: «El título imposible del cine español»). Mis padres tenían mucha curiosidad, claro. Y aprovechando un viaje a Valencia en mayo de 1976 para asistir a mi confirmación, con catorce años, en la Universidad Laboral de Cheste (Valencia), donde yo estaba interno, fueron, de paso, a ver La naranja mecánica. Guardo un ejemplar de la guía Diverama (un hallazgo esta cabecera), en la que mi padre apuntó a boli azul –reconozco sus números de contable profesional– las sesiones de 4, 7 y 10,15 de la tarde-noche de la Sala Especial de Arte y Ensayo 'Aula 7'. Valencia tenía tres: ésta, la 'Jerusalén' –donde ponían el Galileo de la Cavani, que también les habría interesado lo suyo– y la 'Palacio'. A las películas aún se les endosaba un número de calificación moral y La naranja (Valencia, qué duda cabe, era el lugar idóneo para verla) tenía el estima del '4': «gravemente peligrosa». El caso es que a mí –y a varios cientos de chavales más– nos confirmó una alta autoridad eclesial levantina –pudo ser el obispo– en otra sala especial. Concretamente delante de la pantalla de cine gigante del Paraninfo de la Laboral, y sobre su escenario. Así que recibimos el sacramento delante de la pantalla del cine de los domingos, que para mí era sagrada. Y a la que encomendaba mi espíritu desde las localidades adscritas a mi colegio, el 'Urogallo'. Tampoco le faltó a este evento su propia película, que mi padre filmaría en un súper 8 m/m en color, no en el Paraninfo, sino en los jardines aledaños. Pero me unen más nexos familiares con La naranja mecánica. En 2015 pude conocer y trabajar en el teatro con Álex, su drugo protagonista: el extraordinario actor (y tipo) Pedro Mari Sánchez. Elegido por el propio Kubrick, Pedro Mari había doblado en español a McDowell en el relanzamiento en 1980 de la película, en salas no especiales, cuando yo la vi, ya confirmado en el cine adulto. La primera vez que nos reunimos, escuché su voz y vi a Alex. Pero también a Críspulo el petardista de la familia de La gran familia. Y ahí ya apareció un querido hermano.

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