Alguna vez he escuchado referirse a los periodistas como «océanos de conocimiento con solo un centímetro de profundidad». Lo que en mi caso se traduce en que, entre otros muchísimos temas, no estoy formada en política exterior. ¿Qué es lo que sé? Lo que cualquier ... español más o menos informado: el nombre del ministro de turno, quiénes son los aliados de mi país, de dónde provienen nuestras amenazas, la importancia de Iberoamérica, y que somos el suelo de Europa o, lo que es lo mismo, el hueco en el tejado de África por el que se huye del hambre, las dictaduras y la guerra. Desde hace una semana también sé que, por segunda vez en nuestra historia, hemos abandonado al pueblo sarahui.

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Los campos de refugiados son una vergüenza para Occidente y, en especial, para los españoles. Es cierto que analizar la Historia, y esta es la tercera vez que tengo el privilegio de escribir de ello, exige mesura y un estudio juicioso de los hechos acontecidos en una etapa concreta atendiendo al contexto de cada momento, no del actual. El orden político de hace 40 años nada tiene que ver con el de hoy, el de una España cada vez más irrelevante en el concierto internacional. La foto de la última reunión de la OTAN o que el presidente ucraniano no se haya dirigido aún al Parlamento español lo confirman. Sin embargo, ese examen del pasado es imprescindible para aprender de los errores, hacer propósito de enmienda para no volver a cometerlos y corregirlos si se está a tiempo.

Los saharauis aún estaban a tiempo de que llegásemos a tiempo. En realidad, el tiempo es lo único que les sobra a los divididos entre territorios ocupados por Marruecos, campamentos en Argelia y la diáspora por el mundo. Tres agujeros negros en los que no viven en guerra, pero tampoco en paz. Y, después de prolongar pasivamente su situación durante décadas, España los ha vuelto a desamparar.

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