Sabor a libertad

Este fin de semana seremos libres. O para ser estrictos, estamos ungidos con una renovada sensación de libertad. Después de meses de confinamiento, restricciones, incertidumbre e insomnio, los límites menguan hasta algo parecido a lo que vivimos antes de la irrupción de ese virus que ... sentíamos ajeno y nos alcanzó de lleno. Entre esa asfixiante retahíla de eufemismos que ha alumbrado la pandemia, el de la nueva normalidad es el que mejor se digiere. Su formulación ya avisa de que no todo será como antes, que lo nuevo nunca es igual. Ni siquiera mejor. Una de las encarnaciones de ese renacido estado será la posibilidad de disfrutar de placeres como el de saborear la calle Laurel y sus alrededores. Dejarse caer (con mascarilla) por cualquiera de sus locales y volver a hacer lo que un día supusimos eterno. Es elocuente cómo los propietarios de esos bares son en su mayoría los que más temen lo que todos ansían. Incluso ellos, a quienes la obligación de echar la verja temporalmente ha golpeado en su cuenta de resultados. «Somos hosteleros; no policías», reflexionaba esta semana uno de ellos mientras volvía a avivar la brasa y dejar la barra reluciente. En sus palabras resumía el miedo que se avecina tras el miedo pasado: que la memoria sea frágil y no seamos conscientes de que la libertad otorgada es condicional y reversible. Que en caso de incumplir las normas y recomendaciones que siguen vigentes el pasito adelante será una zancada atrás y no hay nada peor que volver a sufrir padecimientos conocidos. Salga, disfrute, coma, beba, aspire fuerte... pero recuerde: usted es su propio cancerbero.