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José Ignacio Ceniceros puso fin ayer a la división interna que tanto daño, según confesión propia, ha hecho a sus siglas. Con su decisión de incorporarse a un puesto de segundo nivel en el Parlamento, consiguió unir a su partido en los reproches coincidentes de ... unos (sus incondicionales, cuya nómina va menguando) y sus críticos (los que nunca se fiaron de él, cuyas filas no dejan de crecer). Hasta algún relevante invitado a la sesión inaugural de la décima legislatura se frotaba los ojos cuando escuchó el nombre del presidente en funciones como candidato a ocupar una silla en la mesa presidencial. Lo nunca visto. Ceniceros, que gasta fama de dirigente conservador apegado a usos y costumbres de otro siglo, ha resultado ser un iconoclasta.
Postularse como hizo ayer para ascender de capitán a sargento sólo puede entenderse, en realidad, como resultado del clima de confusión, de alejamiento de la realidad, que vive su partido. En condiciones normales, si el líder del PP riojano hubiera tenido la ocurrencia de poner fin a su larga carrera política con una pirueta de esta índole alguien de su entorno más cercano le hubiera afeado su intención. Alguien le hubiera animado a recapacitar. Tiene alguna lógica que la (todavía) consejera de Presidencia prolongue su carrera en un puesto menor en el Legislativo, pero ver la silla del presidente del Gobierno de La Rioja vacía mientras parecía disfrutar de su nueva responsabilidad allí donde nadie le esperaba confirma la naturaleza desconcertante de Ceniceros y de paso refresca ese debate interno que en su partido no deja de crecer: la conveniencia de que su actual dirección, con su jefe a la cabeza, sepa dar un paso al lado.
Tal vez eso fue lo que hizo ayer Ceniceros. Echarse a un lado. Pero no para jubilarse como se maliciaban sus críticos y le pedían de tapadillo sus afines, sino para apurar su vida política. Su decisión al menos tiene una virtud: despeja el panorama de cargos vacantes en el principal grupo de la oposición. Que no podrá liderar su número uno: otra contradicción en la que incurre quien prometió que encabezaría la travesía del desierto y quien también se cansó de reiterar antes de la campaña que el PP era una piña, un modelo de granítica cohesión, cuando poco después de su derrota tuvo que reconocer lo que todo el mundo ya sabía. Que las grietas amenazan al conjunto del edificio.
Su presencia en la mesa no es la única que permite liquidar algunas especulaciones en forma de quinielas gubernamentales. Ni el flamante presidente, a quien hubo quien situó como consejero de Agricultura, ni Teresa Villuendas, a quien se colocaba empuñando la cartera de Educación en el futuro Gobierno de Concha Andreu, saltarán del Legislativo al Ejecutivo. Los elegidos para el Palacete puede que salgan de su grupo parlamentario, y por lo tanto se arriesguen a perder la condición de diputados, o puede que provengan de otras esferas de la sociedad. Todo es posible, incluso una mezcla de ambas procedencias: visto lo visto, no será raro que haya que seguir frotándose los ojos durante unas cuantas semanas. Las que tarde la opinión pública en hacerse a la idea de que su presidente en funciones piensa que saber irse implica recurrir a la respiración asistida. Tenía cerca el ejemplo de Pedro Sanz, quien también se equivocó en los tiempos y en las formas para elegir su despedida, y no le ha servido de guía.
Al final, resultará que el único político de la historia reciente de La Rioja con algún estilo para decir adiós ha sido César Luena.
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