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Leo que, aunque le seguimos comprando gas a Rusia, hemos prohibido la exportación a Moscú de barbas postizas. He ahí un golpe quirúrgico, quizá definitivo. En cuanto los moscovitas comiencen a sentir en los mercados la falta de barbas postizas probablemente se organicen serios tumultos ... de consecuencias devastadoras para Putin. Le doy quince días, no más. Una cosa es quitarles de golpe los iPhones o los vestiditos de Zara y otra bien distinta meterse con las barbas, tan profundamente vinculadas con el alma rusa.
De joven me hice anarquista tras contemplar durante largas noches de estudio y cafeína la fotografía del príncipe Kropotkin que venía en mi libro de Historia: aquello sí que era un hombre formidable y no el cutre de Lenin, que parecía un contable enfadado. Los bolcheviques eran gente de perillita o bigotón y tal vez por eso tenían el carácter avinagrado y una cierta tendencia a cargarse a quienes les llevaban la contraria. En el bando anarquista, sin embargo, militaban los filósofos ácratas, bellos e idealistas, y la cadena de mando parecía seguir inapelables criterios estéticos basados en el cuidado de las barbas.
Los verdaderos rusófilos tenemos que ser capaces de separar el grano de la paja y seguir convenientemente el rastro de las barbas. Huyamos de los lampiños que huelen a Varon Dandy. Volvamos a Dostoievski y a Tolstoi. Sepan que en estos momentos me dispongo a leer 'Guerra y paz'. Nótese mi extrema humildad, insólita en un columnista, al no utilizar la palabra «releer». Y conste que podría hacerlo porque calculo que esta será la sexta o séptima vez que relea el comienzo de 'Guerra y paz'. En una ocasión llegué hasta la página 32. A ver ahora.
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