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La encontré como sin querer, así, de refilón, a la salida de la tienda: una sucia y oscura cama de bronce. Y tuve la corazonada ... de que si la compraba sería como esas cosas que todos los días al verte, te tiran los tejos.
Con la paciencia de un santo me puse a limpiarla de tanta tiniebla. Y a cada adorno, a cada barrote acanalado, le iba arrancando la bocera del aire, el cansancio del metal, los sueños de otros, las huellas de un viejo amor, el vaho de la muerte en su cabezal. Y como forjada en el crisol del cuenco de mis manos, amaneció deslumbrante con la pátina de su añorado sol de cobre y estaño. Y echarse en ella es como si navegaras en una barca por las aguas del sueño de tus amores. Sonora cama para acompasar su gemido al viejo vaivén del amor.
Cuando yo ya no esté, sé que quien la herede la venderá, seguro, al verla así, sobredorada, cegadora, inalcanzable. Y con el tiempo, alguien la descubrirá en el desván de otro chamarilero, y con la misma paciencia y ternura volverá a limpiarla, pero ahora de mí.
En este tiempo de tanto ruido y odio, si hay dónde huir es hacia adentro de uno. Y mientras encuentro el camino a casa, lleno mis días de belleza y versos. Por eso ayer me compré unos pequeños abecedarios de madera, quiero constelar de letras la bóveda de yeso de mi buhardilla, justo solo sobre mi cama. Y a voleo las iré pegando al techo, cruzándolas luego, engarzando algunas palabras que esconderé entre esa maraña de letras, para buscarlas luego en la madrugada cuando con su tiza de luz venga el maestro a despabilármelas, o a la noche, cuando se cuele un rayito de luna por la lucera, y medio dormido en la penumbra, las vea pestañear.
Y así lo haré con falda, que en ese tejido valle de entre dulces rodillas de mi madre, de irse tantas veces la luz de aquella solitaria bombilla, corría yo a enterrar ahí el oscuro miedo chico. O amarillo, que es ese color del sol de aquellos días tan radiantes que el olvido no sabe cómo palidecer. Y vientre. Y preñez. Y ombligo, donde sólo me cabía un beso o un diamante de saliva. Palabras como vida, que yo he tenido en mis brazos dos panecillos de harina de carne y hueso y temblor de estrellas. Buscaré, milagro, y misterio, que, con tantos amaneceres en tantos siglos, con tantos mundos en tanto espacio infinito, y mira por dónde, coincido ahora contigo.
En esta sopa de letras, tengo sitio para lágrima, que somos también lo que lloramos. Y poesía, lo único libre y mágico, porque no se puede palpar, porque es perfume de palabras, humo de recuerdos: ese relámpago último de la belleza que se apaga perdiéndose en uno mismo.
Y pondré, amor, y esposa, y muerte. Ésta casi a ras del suelo, cuando al final la parábola de mi cabeza recorriendo el alfabeto de esta cartilla de yeso, entre en el pequeño temblor del sueño.
Cuando acabe de esconder todas esas palabras, lo primero que haré echado en la cama con las manos bajo mi cabeza, será, ávido, buscarlas a todas...
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