Hoy me he encontrado por la calle a mi antigua peluquera. El síndrome del túnel carpiano le ha hecho abandonar la loca golondrina de su tijera junto a su inseparable y funámbulo peine. Mientras me habla de su nuevo trabajo, con la dentera de volver ... a recordar el silencioso crujido de su muñeca herida, revivo su historia conmigo...

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De los malabares con una tijera y un peine vive, Teresa, mi peluquera. Y como si el gran espejo de la peluquería fuera la pantalla de un cine, yo, cada vez que acudo a su salón, me recreo viendo esa misma película con ella de actriz protagonista, y conmigo en el papel de simple comparsa. Me deleito al verla levantar olas de cada una de mis greñas, o al cortarles su pizca rebelde. Y es que sabe por dónde se traza la raya de mis crenchas, o a qué altura se suicida mi flequillo, o cómo se mete en vereda cada uno de mis mil y un vagabundos cabellos. Y todo, mientras a mi espalda una cálida brisa femenina de aroma de peluquera del fondo de su ser, no sé cómo me envuelve, no sé cómo se me clava tan hondo. Y me gusta cuando detiene un momento su peine y su tijera en el aire, al regalarle una pequeña confidencia mía. Después me lava la cabeza (¿por qué al final y no al principio como me han hecho desde siempre?), y esas diez yemas de sus enjabonados dedos masajeando con movimientos circulares, sin prisa, mi cabeza, aclarándomela con agua mas bien fría, me hace alumbrar, por donde solo pensaba había una árida calavera, un oasis de calma y lucidez. Luego, al acabar y quitarme la capa, busca en los ojos míos del espejo su vocación, su oficio, mi visto bueno fiel...

Oh, pero de pronto, furtiva, deja caer como muerta la mano derecha, la de la tijera, agitándosela, como si viviera otra vida, como si quisiera espabilarla, como si se sacudiera los mismos demonios.

«Me cruje como hojarasca», me dice en voz baja buscándome los ojos en el azogue.

Ahora está herida. Tiene la muñeca abierta. Me lo dice la dueña: «Padece síndrome del túnel carpiano: una secuela natural de los gajes de este oficio...» ¡Será farisea! Si bien sabe que casi todo viene de mil horas de más, sin trueque, sin tregua, de la ansiedad de que tras la puerta le oyera el sollozo de su muñeca como el de una rama rota. Invitándome la dueña a que sea otra quien me adecente, le digo, dándole las gracias, que aún puedo esperar unos días, que es la única en toda la ciudad que me sabe domar y poner en su sitio este guirigay de pelambrera.

Ahora, sabedor de su calvario, paso a veces, me pongo de puntillas salvando los vinilos de la luna del escaparate, por ver si ya ha vuelto, añorando volver a sentirme envuelto por su mágica nube de aroma único surcando la selva de mis cabellos, aunque fuera con el rumor de las alas rasgadas de su tijera, aunque fuera con ese chasquido de timbre con la campanilla rota.

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