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Todos llevamos un niño o una niña dentro. Aquel niño mío jugaba con cualquier cosa: con una hoja de otoño, con un palitroque, con el vaho del cristal de la ventana... Luego le veías aventando a un escarabajo, haciendo a un gusano de seda monstruo ... por detrás del tintero o dejando, el canalla, un vaivén desierto en la pecera. Y para que aún siga correteando por mi frente y no se me muera, he levantado mi casa como un juguete. Por ahí asoma un futbolín de los viejos bares, con una banqueta para que alcance la empuñadura del puntapié de Bellingham; unos perennes calcetines con rayas blancas y rojas en el tendedero: bandera de nuestros hijos, que por aquí anda siempre Wally; una mariquita de mascota para echar mano de ella si pide un deseo; un viejo patinete tranvía de las aceras, parrilla de los olvidos de madre; un triciclo con montura de caballito, que aunque no ha leído a Panero, un día se escapó al trote, al amanecer, sin pensar en regresar, pero volvió de las alas de las orejas, en volandas: calentito a casa; asoma una peonza, la mía, tiznada, ocho años más joven que yo, y que si la toco ahora, me quema la savia de sus días azules; un globo con barquilla para soñar volar sobre las tejas, y ver cómo se emborracha de licor de luna mi gata Vilma; un libro pop-up que no tuvo y lo abro hoy a su asombro y al mío: el de los dinosaurios de Sabuda.

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larioja La muchacha de madera