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No le bastaba con cerrar los ojos. Tenía que ir a ese claro del bosque donde se levanta la ermita. Tenía que sentarse en uno de sus fríos bancos de madera. Mirar de frente a su inquilina. Hablarle bajito. Tenía que decirle en persona lo ... de la sombra en el pecho. Y conmigo subió rauda y veloz a su cita. Yo sabía que, en la corriente de su sangre, navega la carreta de sus días de cielos azules y el tambaleo bellísimo del paso en andas de todo el fervor de un pueblo.
Y cómo no nombrarla, cómo no recurrir a ella, cómo, si aquí te empuja, si aquí punza en tu espalda el respeto a la memoria de tantos siglos: si es la fe de nuestros mayores. Y le pidió lo imposible, que está ahí, para que, egoísta, eches mano de su hechizo, para que te reclines y cobijes en su infinito regazo, quedo y silencioso, de cálida y preciosa carne de madera. Y le regaló tarros de ungüento de madre para la congoja. Brazos en jarras para los embates de esa alimaña ciega. Y ganas de vivir un tiempo envenenada.
Y si vas tú, incrédulo progreso, déjate llevar, que la sencillez es el espejo de la belleza. Y por qué no subes a pedirle a esa hermosa boticaria de letanías, o a ese algo eterno que nos empuja (no hace falta arrodillarse), que no te oigas nunca decirte: «¡Oh!, no puedo más y aquí me quedo, que alguien necesita tu alegría».
Y no le basta ahora con cerrar los ojos, ya deshojada la flor del miedo, la sombra del pecho quemada, el manantial de su sangre del color puro del rojo rocío. Siempre vuelve a subir hasta ese claro del bosque donde se levanta la ermita, a mirar de frente a su inquilina, a hablarla bajito, a darle las gracias.
Hoy, como cada año en octubre, subimos a la ermita, pero a coronarnos de otoño. Mientras le cuenta algo, le reza, creo; yo, escéptico, ojeo el libro de visitas. De todos los rincones de España le piden salud y amor y trabajo. Algunos le escriben tiernos piropos. Fui a hacer algo parecido, con decoro, pero, al alzar la vista hacia la ovalada ventana del retablo, la vi de carne y hueso, espantando a los ángeles, quitándose la corona de estrellas, vistiéndose de calle, y para qué mentirte, me volví Richard Gere perdiendo el miedo a las alturas, subiendo por la escalera de incendios del cielo (valía la de la sacristía) con un ramo de rosas invisibles. Y en la hoja dejé un renglón mundano, pero de devoto feligrés, que uno sólo cree, y a mi guisa, en esa preciosa talla de madera: «Tan bonita como la Julia Roberts en 'Pretty Woman'».
Al recoger su trozo de cielo, con una migaja más de luz o de milagro en su cara, sale. Yo nunca le pregunto nada de credos, menos cuando subimos aquí, que tampoco, pero es que hay silencios que hablan solos...
Estrenando alfombra de hojas cansadas, bajamos en el coche muy despacio hacia Villoslada, jugando a ver quién ve el haya con más oro... ¡Mira ésa! ¡No! ¡Esa! ¡Esa!, me dice. Por el espejo retrovisor, enmarcada, veo la ermita que mágicamente se me transparenta. Esa. Esa, le digo. ¿Cuál? Pero, ¿cuál?, ¿cuál?, me dice, mirando a diestro y siniestro.
Esa. La de atrás (la Julia Roberts).
La más bonita.
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