A Humberto Lapuente

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Nunca me había pasado. Y mira que llevo años viajando por esta tierra riojana. Yo, que soy de Cenicero, parado aquí, al pie de esta vid, en cuclillas, ¡y a mis años sorprendido! Yo, que todos los días voy de bodega en ... bodega, casi de viña en viña, con este morral lleno de etiquetas esperando que esa luz de papel traspase el vidrio de alguna botella de Rioja. Que pueda llegar a ser el recuerdo de un vino que te acompañó en el lagar del cielo de la boca de los días inolvidables, dorados, en los que el tiempo se quedó contigo a charlar, a reír, a celebrar la vida, o el consuelo de un brazo amigo de terciopelo aliviándote la tristeza o el desamor. Que pueda llegar a ser su rúbrica, o su semblante, o su señuelo, y al verla ceñida a una cadera de cristal, te arranque la saliva que le pertenece...

¡Yo, aquí, fascinado! Será que siempre he mirado la belleza de esta infinita almazuela de viñedos como se mira el mar o los atardeceres, así, sin más, en la más lejana lejanía, cuando no siempre la belleza es solo distancia, que, aquí, a un pasito de ella, aguantaría cualquier examen minucioso: no tiene costuras. Y es que ha sido desde la ventanilla del coche, al ver de pasada esos bosquejos de tiernos racimos en flor, lo que me ha hecho parar y entrar en una viña de Cenicero a quedarme al pie de sus cepas, primero sorprendido, luego emocionado al bajar a tocar con mis dedos la cuna del Rioja: descubrir, entre las hojas, la escondida belleza de estos esbozos de racimos en flor que va tallando esa artesana y tozuda naturaleza, más aún, cuando nada es necesario, cuando todo continuaría igual, indiferente, sin esta infinita y hermosa almazuela de viñedos...

Y es que casi ni recordaba haberlo visto antes. Uno va a las bodegas a colocar su reclamo de papel, y se olvida de la raíz de terciopelo de donde bebe el vino el misterio de la vida. Y como si la vid fuera tímida, celosa, y temiera que le descubrieran su truco de magia, solo tienes un momento para asombrarte. Y es que dura tan poco la cierna: esa gestación, la delicadeza de ese nacimiento, su hechizo, su complejidad, con esa extraña y delicada y efímera minúscula flor blanca de la uva, que muere casi al nacer, derramándome ahora su eterno aroma verde.

Oh, es la preñez del vino. Es la niñez de la uva. El asombro del arranque de este sortilegio que acaba con mi etiqueta pegada en la botella: ese humilde señuelo de papel que a veces se adelanta y logra abrirte la profunda cava del paladar, como si el vino encerrado en el cristal despertara.

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Y aquí, yo, parado, mandándole fotos a mi hermano Rubén, embriagado de entrar en el fondo de este enjambre de olorosos verdes racimos de vid en flor. Amando lo que hago, pero ahora de otra manera, al ver de tan de cerca, frente a frente, cómo nace el pequeño dios del vino.

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