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A Carmen Sevillano
Lo que me duele lo hago rápido. Lo miro todo de soslayo y doy la temida última vuelta de cerradura a la ... casa de mis padres, cerrada por la muerte. Yo quería salir deprisa de ese silencio insoportable, pero sobre la tapia del pequeño huerto de la casa, al volver la cabeza, se asomaba la dulzura de mi infancia.
¡Ay, si es mi higuera! Si es la primera que me sintió nacer volando ya sobre mi cuna. La que crecía a mi orilla y desde el fondo de la casa se la oía respirar. La que poco a poco se me iba haciendo entrañable, cosida a mí, savia de mi sangre. En verano se dejaba robar su sombra. En otoño mis diarios empachos de dulzura me volvían como una gata melosa, dulce como la miel. Y aquellas noches de San Juan, en la espesura, bajo ese olor grave, asfixiante, subida yo a sus ramas, me moría de inquietud esperando arrancar esa flor que nacía y moría eterna en un instante, me iba en ello ser por siempre feliz. Leyenda que me creía a pies juntillas. Y al encenderse cerca del huerto las hogueras, la higuera también se prendía de fugaces luciérnagas. Aparecía y desaparecía en cada brote la oculta flor efímera. Pero no me daba tiempo a atraparlas en mi puñito de luz (oh, no era más que esa fantasía mía de encontrarlas, que bien pronto supe el porqué de la fábula: la higuera no sabe cómo dar flor, no tiene flor).
El destino luego te lleva lejos de casa, pero nunca faltaba a la cita con mi boca. En cualquier mercado reaparecía su relámpago de almíbar. Y cómo lo devoraba hasta sentirme borracha de dulzura, hasta colgarse de mis brazos, como de las ramas del árbol de mi vida, toda esa miel de esmeralda de mi higuera.
Y el día después del arpón lazando al sicario tumor de mi pecho, en la habitación 229, sobre la yerma mesilla del Hospital San Pedro, Rubén me dejó unos higos pródigos: –Que son los de tu higuera, que ha venido a verte–, me dijo.
Y ahora que regreso, limpia de dolor, a cerrar por la muerte la lejana casa de mis padres, ahí está en pie lo único que no ha destrozado el tiempo, que respira conmigo... ¡Oh, higuera, conmigo!
Y volví a entrar en la casa. Ahora sí oía respirar a alguien. Y como aquellas noches de San Juan y tardes de dulces otoños, me subí a su enramada, a su profunda dulzura. Y bajo ese olor grave, comencé a aspirarla, a jadearla, a asfixiarme dentro.
La bocina del coche en la calle, llamándome, me hizo despertar, dudar, bajar deprisa. Al verme llegar Rubén enarbolando una bolsa, me preguntó que qué llevaba ahí dentro.
– Oh, no, nada, solo es un esqueje, una pequeña rama de la higuera, la he metido en un botellín de agua.... (es solo la vida, Rubén, que es ver crecer lo que amas. Es como ese trozo de quienes nos dieron la vida, que nos falta y buscamos y buscamos, y está en nosotros mismos, somos nosotros mismos)».
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