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Hace unos años, a mi mujer le dio por alistarse, como una miliciana, en ese impagable batallón que cuida y mima a esa edad dorada y senil aparcada en una Casa Grande. Quería ganar, tan a la orilla de la muerte, alguna batalla a esa ... guerra perdida del tiempo con la vida. Pasarse al lado del cansancio para amándolo todo, comprenderlo todo.
De madrugada estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla. Y era una buena soldado de la muerte, quizá la mejor samaritana del adiós. Sabía que quien se apagaba lentamente solo deseaba que alguien le tomara de la mano, y se ofrecía a darle un último pequeño abrazo si quien le velaba tan solo eran las cuatro frías paredes.
Algún domingo me acercaba yo a esa Casa Grande a recogerla y nada más abrir la puerta de entrada a esa galería que daba a un hermoso patio interior, veía cómo toda la ancianidad se volvía hacia mí: era el día cumbre de las visitas, el día del calor de la caricia en la mano que les duraba toda la noche. Y en ese tiempo de espera, me hice amigo de una anciana que últimamente me reconocía solo por el aroma de mi colonia al cruzarme con ella. Y siempre decía a los cuatro vientos: «Mira que es guapo el marido de Carmen». «Y eso que aún no se ha operado de cataratas», le recordaba yo entrando en la niebla de sus ojos. Y nos reíamos juntos.
Y recuerdo aquel verano en el que todas las milicianas, cansadas de que desde altos e iluminados ventanales se atrevieran a leerles el porvenir en las marcadas líneas de la espalda, de que les cronometraran el cariño y pusieran precio a la brizna diaria de ternura, hartas de sentirse bestias atadas al yugo de un carromato a rebosar de miradas sin tiempo para abrigarlas, comenzaron una insurrección silenciosa: se trabajaba, pausadamente, al ritmo que necesitaba en cada habitación su viejo huésped. Hasta dejé yo un furtivo anónimo en el buzón de sugerencias: un quebrado entre ancianos y soldados y una hermosa palabra de cociente: «Ternura».
De nada sirvió esa valiente escaramuza cortada de raíz al primer despido.
Y cuando regresaba a la noche, sobre la cama cruzada por el arco de una espalda que estampaba su fatiga, me hablaba de que ya no servía para esto: «¿Cómo se hace, Rubén, para no cogerle cariño a esas huérfanas miradas? ¿Cómo, para que luego no te duela tanto perderlas? Y es tan a menudo, tan temprano, tan deprisa». Me decía que era mucho más duro verlos cerrar los ojos para siempre que morirse uno. Y al final siempre me repetía que no había vuelta de hoja, que ya lo tenía decidido: iba a desertar mañana... Y yo le ponía la mano en la boca. Pero a la mañana siguiente ahí estaba la primera levantando heridos, y a los muy malheridos, a esos que miran tan lejos lo cercano, tan solo les rozaba un momento, al pasar, la mejilla.
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