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Ahora ya no lo veo sórdido, barriobajero, como de camorra a la puerta de una discoteca. Había visto el mismo coche aparcado varios fines de semana en un escondido sendero que conocía muy bien. Y en un pequeño claro del bosque, bien resguardado de las ... miradas por un cinturón de maleza (se oía el rumor del río), allí estaban con el torso desnudo dos jóvenes en un improvisado ring, pero sin sus cuatro esquinas, ni sus doce cuerdas. Solo con la ley del ala del cuchillo en las manos de un tercero, imparciales, sabias, que entremetiéndose entre ellos, los domaba, los separaba, les reprendía, hasta que al final de cada asalto, como al principio, sonaba el gong en el reloj de su muñeca que me parecía el trino de un insólito pájaro nacido solo en este bosque.

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