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Esta vez es el pez grande, remontando meandros del Ebro, el que desde un rincón de Aragón viene a comerse al chico: el de las tiendas amarillas de aquí; las de andar por casa; las de bajar a la calle donde habita la vida; las ... que tejen memoria en cada barrio con los hilos de su olor y golosa algarabía. Que cimientan Logroño que amarillas las vio nacer y crecer. A uno que las frecuenta, que ha trabajado en ellas, le sabe mal que vengan tan descaradamente a ocupar su sitio, a aprovecharse del esfuerzo de tantos años. Y además estarán también creando esa incipiente inquietud en las dependientas, que las veo cómo cada mañana, como si una boca de niña enseñara su dulce paladar, suben la verja a todo un barrio. Antes, han espantado el vaho del frío en la harina, han rebosado de mil y una delicias cada cubeta, han dejado escapar el perfume del caliente hechizo de lo recién horneado. Y esperan de pie la marea de una avenida.
Y cómo las envidia este niño grande que soy. Que juegan con ventaja cuando les vengan esos días amargos de la vida, y en un pispás los endulcen echándose a la boca un pequeño y tierno corazón de princesa (ay, si fuera verdad). Además, yo las nombraría adalides del barrio en ese cuento de ladrones y policías que siempre llegan tarde, cuando las veo con elegancia y delicadeza pedir a tanto ladronzuelo, le den la vuelta del revés a todos los bolsillos.
En una de ellas compro yo el pan, los caprichos, y hace unos meses, al anochecer, el día de San Valentín, avanzando en la fila miraba a la joven y bella dependienta cómo embolsaba en aljabas de papel barras de pan como si fueran flechas de amor de Cupido. Y la veía entrar y salir un momento de la trastienda, rauda, llevando ese dulce tesoro de bolsas de gominolas de repuesto en el regazo, y me parecía el mascarón de una deliciosa goleta recibiendo los embates de un mar de olas de azúcar. La dependienta había sostenido ya tantas miradas, que cuando me tocó a mí, todos los atajos a sus ojos los tenía ya hollados. De pronto, desde la calle, como un trueno en el sueño, oí un viril silbido que la hizo estremecerse y sonreír. Entonces, al tiempo que echaba un vistazo al reloj, y se llevaba la última gominola del día a la boca, de un tirón bajó a medias la verja de la tienda. Y supe que esa última sonrisa que no se le iba de la cara, había sostenido escondida, sin nacer, el cansancio de todas sus horas de pie. Y era en ese dulce instante del silbido enamorado, cuando ella comenzaba a vivir de verdad.
Este avieso pez grande de Aragón, viene a comerse sin miramientos al pez chico riojano (a veces se vuelven las tornas), que no caben dos montañas de dulzura en una misma calle. Pero, qué menos que ser elegante y darles la bienvenida, que nadie se sienta extranjero en Logroño.
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