Mis amigos son de la raza festivalera. Empiezan a ponerse pulseritas en mayo y, a finales de septiembre, les llegan hasta el codo. Si unos exhiben en sus antebrazos unos principios, ellos muestran los suyos, que el pulserismo no es patrimonio exclusivo de Kyril, Aznar ... y otros pijos del lugar.
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Aunque una es de muñeca desnuda porque no suele ir a conciertos, también está construida a base de música y cerveza, cosida a retales con las canciones que hablaban de nuestros amores, de nuestros desamores, de nuestra angustia, de nuestra soledad, llena de discos que nos hicieron menos desgraciados, más felices. Será por eso, por volver a esa felicidad de guitarras eléctricas, por lo que la gente de mi quinta sigue yendo a festivalear en lugar de quedarse en casa viendo Netflix. Y porque, aunque ya casi no les corresponda, aún se merecen un penúltimo asalto. Nos merecemos. Y fuimos a pelearlo.
Aquello era un campo de canas, calvas y tarjetas doradas de Renfe. Todos empastillados hasta las cejas, sí, pero de protectores de estómago; todos con camisetas de grupos guays, sí, pero nuevas, que con las originales las madres hicieron trapos hace treinta años; todos moviendo la cabeza y la pierna, sí, pero tímidamente, no fuera que les diera un tirón; todos comentando «Joder, qué vieja está la peña» porque la vejez es siempre ajena, nunca propia. Pero el brillo de los ojos, ese que no se opera, según Lola Flores, volvió. Cantamos, nos reímos, nos reencontramos, nos diluimos dentro de los vasos reutilizables y de la marea de gente, nos arrojamos al fuego sagrado de las canciones. Fuimos felices otra vez. Tres días después, todavía estamos pagando el precio de esa felicidad. Cómo se estropean los cuerpos, hija mía.
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