Al principio, como todos los principios, la cosa es emocionante: las mariposas, el deseo feroz, la alegría a borbotones, los mensajes a cualquier hora, la ropa interior siempre primorosa. En medio de la euforia, él lleva un lunes su cepillo de dientes a casa de ... ella, el jueves los jerséis de invierno y el sábado por la mañana van juntos a la ferretería del barrio a hacer una copia de las llaves del piso. Después, cuando las burbujas se han disipado, y ya saben casi todo el uno del otro (el nombre del primer perro, lo mal que se llevaba con su padre, lo tonto que es su primo) y el sofá gris se ha amoldado a la forma del cuerpo de él, uno de los dos comienza a desenamorarse. Pero aún no lo sabe.

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Un día sigue al otro, y no está demasiado bien, pero tampoco demasiado mal, y ahí permanece, en una prórroga rara. De repente, se oye hablar sobre las invitaciones de boda, sobre si las hacen en plan clásico, en papel, o mejor se lo dicen al primo, que sí, que es tonto perdido, pero es diseñador gráfico y les puede hacer el favor, y así las mandan por 'wasap', que sale más barato. Por inercia y con entusiasmo fingido se deja llevar, y acaba discutiendo acerca de dónde colocar a un par de amigos que van sin pareja, y probando el menú, y eligiendo entre hortensias y peonías, y escuchando una canción del grupo que va a tocar en la celebración.

Una noche, al acostarse, imagina que pasa algo que impide la boda: le atropella un camión, hay una nueva pandemia, se produce un terremoto; lo que sea. Lo piensa y lo desea cada vez que se mete en la cama. Pero llega el día y la tierra solo tiembla bajo sus pies. No hay nada externo, ni divino ni humano, que le ayude a salir de ahí. No hay escapatoria. O sí.

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