Detesto que vengan a casa sin avisar. Hay móviles, leñe; mándame un 'wasap' y dime «Me paso en cinco minutos». Aunque no me dará tiempo a hacer una puesta en escena en condiciones (maquillaje imperceptible, ropa cómoda pero ideal, el 'Ulises' caído, distraídamente, sobre el ... sofá para hacerme la culta), al menos me llegará para meter las tazas de café en el fregadero y vaciar los ceniceros. El reverso, mi reverso, no necesita verlo nadie.

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Pero las necesidades se crean: ahí está la exposición del Prado sobre las traseras de los cuadros. La idea es no limitarnos a contemplar la obra de frente, sino ver qué hay en el otro lado: anotaciones, zurcidos en el lienzo, esquemas del proceso de creación, bocetos. Con esas pistas se puede jugar a adivinar de qué obra se trata; la versión culta de reconocer a alguien por su culo. Nosotros también damos el culo al resto de los espectadores al mirar un cuadro y, a algunos, les basta eso para ligar. De hecho, antes se ligaba en los museos. O se intentaba: en una escena de 'Sueños de un seductor', Woody Allen se acerca a una chica que observa un Pollock, y ella le suelta un rollo nihilista y depresivo sobre lo que le sugiere la pintura. Cuando termina la chapa, Allen le pregunta «¿Qué haces el sábado?». «Suicidarme», responde. «¿Y el viernes por la noche?». Siempre me río, hasta que me acuerdo del reverso de Allen.

No hay solo reversos en el espacio, sino también en el tiempo: casi cualquier discurso de la política actual tiene su reverso en el pasado, y tan malo es que unos lo saquen a relucir cara al sol como que otros se olviden de lo que dijeron sobre amnistías y similares no hace tanto. Pues oye, les da igual. A mí no: están tocando el timbre. Y yo sin duchar.

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