Ir por la calle abierta de ojos es peligroso: te puede dar por detener a la gente por las pintas que lleva. Y más en primavera, cuando ya no hay forma de recurrir a la buena capa que todo lo tapa. Vale, tú vas hecha ... un cuadro porque has salido en chándal a comprar pechugas de pollo, pero dónde se ha visto que un dictador obedezca sus propias leyes.

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También te puedes cruzar con un perro callejero y que te entren ganas de adoptarlo porque te mira golosón, como un marinero franco de ría que va buscando tema. Incluso peor: se te puede ocurrir adoptar al marinero. O al alcalde: «No sé qué habrá visto ella en mí», dijo Almeida en su boda, y nos dejó el chiste botando. Pero los alcaldes, como los perros callejeros, los marineros, los lampistas y hasta los cuerpos viejos, están necesitados de amor en cualquier estado, ya sea sólido, líquido o gaseoso, real o imaginado, en sobres monodosis o en pastillas.

Luego, con el tiempo, puede que dejes de ver aquello único que viste en esa persona y empieces a verlo en otra, o que, por el contrario, tal y como escribió Stendhal en 'Del amor', descubras nuevas perfecciones en el objeto amado (que le gusta la ópera, que la promesa de aquellas pocas canas de crecer y multiplicarse se ha cumplido para bien) que provoquen que vuelvas a mirar al otro como aquella primera vez. En cualquier caso, hay que dejar la vida a mano, como un bolso colgado en el respaldo de una silla, aunque te arriesgues a que te abran la cremallera, te dejen tiesa y acabes perdida, sin rumbo y en el lodo de Tinder. A la tierna edad de cuarenta y ocho años, Almeida ha dicho que sí, que quiere jugársela. Aunque a la boda habría que haber mandado a la policía de la moda. Y a la del baile.

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