La primera vez que leí 'La isla del tesoro' quise ser el ingenioso y valiente Jim Hawkins. La segunda, John Silver el Largo, que bebía ron como si lo fueran a prohibir, maldecía lo más grande y tenía un loro, el Capitán Flint, que gritaba «¡ ... Piezas de a ocho, piezas de a ocho!». En cualquier caso, lo que me fascinaba de ambos era la posibilidad de surcar los mares, de ver mundo. Y, aunque me he convertido en una señora de mediana edad a la que sigue sin gustarle el ron, se marea como una perra loca y es incapaz de trepar por un palo a causa del vértigo, cada vez que piso un puerto reverdece aquella aventura infantil y me entran unas ganas horrorosas de subirme a un barco para partir sin fecha de vuelta, sin rumbo conocido y hasta sin maleta, que ya me apañaré yo atuendos pirateriles a lo Maureen O'Hara doquiera que vaya.

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Por eso me da envidia la guardiamarina Borbón Ortiz, que hoy zarpa en el Juan Sebastián de Elcano. Vaya periplo: seis meses de navegación con paradas en Brasil (en Salvador de Bahía, que pilla carnavales), Uruguay, Chile, Perú, Panamá, Colombia, República Dominicana y Estados Unidos. Acabáramos. A quién no le va a gustar cruzar el estrecho de Magallanes y navegar por el Atlántico, el Pacífico y el Caribe en un barco que tenía un mástil llamado Nautilus. Qué privilegio. Por lo demás, todo se lo regalo a la Leonor princesa. El cargo y sus cargas. Que sí, que no tiene de preocuparse de pagar la luz y el agua, que le da igual que suba el aceite de oliva, que no necesita pillar dos curros para hacer frente el alquiler y que no tiene que buscarse la vida porque se la ha encontrado hecha. Pero, joyas de pasar aparte, prefiero ser pirata antes que princesa. Dónde va a parar.

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