Noche vaticana
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A LA ÚLTIMA ·
Menos da una piedra, aunque aquella sobre la que San Pedro edificó la Iglesia solo consiga difuminar, que no borrar, ese contraste hiriente entre la riqueza de la casa de Dios y la pobreza de los que no tienen casaCon este clima impredecible y carnavalesco, una no sabe qué ponerse. Es por eso por lo que, para ir a Roma, además del equipaje de cabina, facturé una maleta ante la desesperación de mi santo y la advertencia envenenada de mi amiga Marga («luego no ... te quiero ver todo el viaje con la misma ropa»). Pues ni aun así acerté con los hatos.
Esa era la principal dificultad que planteaba el viaje. Lo demás, solucionado: hotelito, amigos y una ciudad entera para patear hasta que nos sangraran los pies. Pero, contra todo pronóstico, fueron los ojos los que nos sangraron: de noche, paseando por la plaza de San Pedro, decenas de mendigos se refugiaban bajo las columnas de Bernini. Los turistas, sensibles a la belleza pero inmunes a la tragedia, los esquivábamos con la mirada y con los móviles, no fuera que la miseria humana nos estropeara la foto divina. Pero ahí estaban, viviendo un infierno en el lugar que está más cerca del cielo.
Ya en el hotel, leí que asociaciones caritativas les llevan comida, y que, hace unos años, el papa Francisco ordenó que se construyeran duchas y aseos; hace dos, que se convirtiera un antiguo palacio en un albergue para cincuenta personas. Menos da una piedra, aunque aquella sobre la que San Pedro edificó la Iglesia solo consiga difuminar, que no borrar, ese contraste hiriente entre la riqueza de la casa de Dios y la pobreza de los que no tienen casa.
Roma, mientras, sigue como siempre, con su esplendor deslumbrante, sus hordas de visitantes y su tráfico demencial. Volvimos a casa: yo facturando la maleta; mis amigos, ligeros de equipaje, llamándome pija. Como dice Paloma Rando, todos somos el pijo de alguien. En aquella noche vaticana, nosotros lo fuimos de los mendigos.
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