Ser un móvil

Aunque no se considere un electrodoméstico al uso, nadie responde «soy un móvil». Pero lo son. Lo somos. Porque es nuestro cerebro. Porque nos guarda los recuerdos y los secretos, las fobias y las filias, porque nos dice lo que queremos saber y hasta lo que no, porque mirarlo es lo primero que hacemos al levantarnos y lo último al acostarnos. Pero, chulos como somos, creyendo que aún podemos funcionar con nuestro cerebro primitivo, nos echamos un órdago: «Podría vivir perfectamente sin móvil», dices.

Entonces, camino de un pueblo perdido, consultas Google Maps para poder llegar. Y llegas, y te encuentras con una plaza coqueta y diminuta iluminada por el sol rojizo del atardecer, y la estampa es tan irresistible que le haces una foto y la subes a las redes. Y, para cenar, te pones ciega a centolla y dejas testimonio gráfico y público de la bicha. Y en la cama repasas el periódico de tu provincia, y consultas los 'emails', y te echas media docena de wasaps al dedo y unos cuantos tuits al ojo. Y duermes siete horas del tirón y, a la mañana siguiente, te despiertas, te desperezas y le dices a tu santo lo bien que has descansado, la falta que te hacía desconectar. Y coges el móvil para ver qué tiempo hace.