Ha llegado hoy mi santo con la compra de Navidad. «¡Ven, mira!», me ha dicho desde la cocina. Para qué habré ido: entre turrón y turrón, me he dado de bruces con un lomo que me ha llamado por mi nombre y apellidos. Y aquí ... estoy, aguantando las ganas de echarle un tiento. Ni San Hilarión, santo del Ayuno Perpetuo, lo pasó tan mal.

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Cada uno hace con su cuerpo lo que quiere. Y yo lo que quiero es contener al mío, que tiene tendencia al desparrame. Quizás porque, aunque a veces haya cruzado la delgada línea roja que separa la mera descripción física del juicio al aspecto ajeno, soy mucho más dura juzgando el propio. Y quizás porque carezco de la autoestima necesaria como para pasarme las críticas por el mismo sitio por el que se las ha pasado Lalachus, la cómica de 'La Revuelta' a la que le están diciendo de vaca para arriba desde que se comunicó que va a presentar la campanadas junto a Broncano: «No hay ni habrá nadie, nadie en el santo mundo y en el universo que pueda quitarme un mínimo de ilusión», ha dicho con una emoción desbordante y contagiosa. Porque Lalachus, más chula que un ocho y mucho más lista que los pavos que la atacan, se ha tomado a chufla todos los comentarios.

Por lo visto, las gordas están bien para soltar chistes, pero no para dar las campanadas; para eso hay que estar buenorra. Total, lo de siempre: las mujeres cuyos cuerpos no entran en los moldes estrechos que nos han marcado tienen que pedir perdón, avergonzarse de su físico y taparse con una túnica a lo Demis Roussos, no vaya a ofenderse alguien. Servidora, por su parte, hace media columna que ha dejado de resistirse a la llamada de la carne. De la embuchada. Madre mía, qué peligro tiene este lomo.

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