Inventar el invierno
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Me veía escribiendo frente a ella, convertida en Mary Shelley en Villa DiodatiLas casas viejas, como las vidas de los políticos y de las vedettes, siempre ocultan cosas. Al arreglar la nuestra descubrimos, con la alegría de quien descubre un tesoro escondido, que había un tiro de chimenea. Aquello era una promesa, la de un futuro caliente, ... literario y amoroso. Me veía escribiendo frente a ella, convertida en Mary Shelley en Villa Diodati; nos veía desnudándonos junto al fuego, convertidos en amantes. Lo primero lo impidió mi falta de talento; lo segundo, una mesa de centro desproporcionadamente grande que ocupa casi todo el espacio.
Aprovechando el hallazgo hicimos la chimenea. Durante los primeros años la encendimos casi todos los días; ahora solo la ponemos en marcha un par de veces, cuando queremos inventarnos el invierno. Son las tardes en las que entramos en casa frotándonos las manos, diciendo «¡Brrr, qué frío hace!» como si viviéramos en Fargo, exagerando el temblor, castañeteando los dientes, fingiendo una temperatura glaciar. Entonces, mientras yo preparo un café, él hace bolas con papel de periódico («ese no, que ahí va mi columna de ayer») y las echa a la chimenea, y añade ramas y troncos, y acerca una cerilla y surge una llama milagrosa y espléndida.
Después, tras hacernos a la brasa vuelta y vuelta, nos sentamos a mirar el fuego poniendo los pies sobre la mesa desproporcionadamente grande. Él se queda extasiado contemplando su obra, y yo me aburro a los cinco minutos porque siempre es mejor lo soñado que lo vivido, pero me aburro como una lady inglesa en su casa señorial de la campiña, que tiene mucho más caché que aburrirse como una pava en una ciudad en la que siempre es primavera y en la que, dentro de poco, siempre será verano. Como en Dubai.
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