Vuelve la Eurocopa, vuelve la emoción y vuelve Mariano Rajoy. Este jueves juega España, pero hemos venido a enmarianarnos y el resultado nos da igual, porque lo importante es su análisis postpartido. Tras arrojar luz sobre el Mundial de Catar con «De momento estamos en ... octavos de final y conviene saber en dónde estamos exactamente» y «Alemania es Alemania», esperábamos con ansia viva su regreso. Y no ha defraudado, que va soltando perlas como para un collar de tres vueltas: «Yo soy optimista. No hacerlo es de tontos… y de pesimistas». El rey de la comedia involuntaria. Ojalá una gira de monólogos por provincias.

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Rajoy solo asoma la barba cada dos años para deleitarnos con sus refranes, sus tópicos y sus obviedades. Entretanto, lee novela histórica, anda rápido y baila de forma arrítmica en bodas varias, pero no molesta, no irrumpe en el debate político como hacen otros expresidentes, unos para ciscarse en el partido que los parió, otros para demostrar que son más papistas que el papa. Rajoy no es un jarrón chino, sino una sopera de cerámica de Sargadelos llena de caldo gallego; es la imagen machadiana (y teñida) del hombre de casino provinciano que da paseos matutinos con el Marca debajo del brazo, que come bien y bebe mejor, que juega al dominó en mesa de mármol y que se fuma un purito, Pepe.

Mariano, a diferencia de los que aporreamos teclas mientras nos devanamos los sesos para escribir una columna medio decente, no ha sudado tinte para escribir la suya. Él, con su proverbial indolencia, la comienza con «Hola a todos», como si fuera Mick Jagger abriendo un concierto en España, pero sin ganas, y tira de repertorio. Tampoco le hace falta más para que le contestamos a coro «Hola, Mariano».

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