Cuando salía María Jiménez en televisión, mi padre la miraba intentando disimular su embobamiento, pero mi madre lo pillaba a la primera. «Mira qué cara de tonto se te pone. Es que no sé qué le ves a esa tía morrúa», le soltaba. Pero claro ... que lo sabía. Yo no, yo lo supe después, con los años y con la vida. Supe que mi padre veía el temperamento, y la melena rubia, y el morro provocativo, y la voz granítica que le salía de la entrepierna, y la entrepierna misma; supe que mi madre veía todo eso, pero también veía a la mujer que, en algún que otro momento, nos hubiera gustado ser a todas: libre, desatada, voraz, atrevida. Eso era María Jiménez. O, al menos, lo parecía.

Publicidad

«Mi vida es un cerrado por derribo», le dijo a Jesús Quintero. Acababa de publicar sus memorias, y en ellas, además de mostrar la herida siempre abierta causada por la muerte de su hija a los diecisiete años, contaba que había sido maltratada por Pepe Sancho: la que se merecía un príncipe, un dentista por ser tan guapa y tan artista, se había encontrado con un verdugo, como ella le calificaba.

En ese momento muchos no comprendieron cómo María, una fiera indomable que enseñaba el colmillo y daba zarpazos para defenderse, una apisonadora (literalmente, que se subió a una para aplastar diez mil cedés piratas que habían sido decomisados), había podía aguantar aquella situación. Lo peor es que todavía hay quien no entiende que hasta a la mujer más valiente se la puede anular. Pero Jiménez salió del infierno, y renació, y se emplumó, y nos dejó un puñado de himnos, una honestidad brutal, un humor ácido y salvaje y un 'hashtag' contra el machismo. Espero que mi padre esté mirándola embobado mientras mi madre le pega la bronca.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad