Ahí fuera ya es verano. Lo sé porque es la primera noche que las vecinas han sacado las sillas a la calle para tomar el fresco. Como convocadas por una llamada silenciosa, han aparecido después de cenar, han desplegado los asientos y han montado en ... la acera un corrillo de batas de estampados discretos y colores sufridos.

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Desde aquí las oigo darle a la lengua. Hablan sin quitarle el ojo de encima a los nietos, que han bajado para dar unos cuantos brincos antes de acostarse. Al cabo de un rato de cháchara, una de ellas saca veinte euros del bolsillo de la bata y manda a los críos a comprar horchata a una heladería cercana. «Venga, que esta noche convido yo». Y los críos vuelven con las horchatas y se las beben del tirón, y las abuelas se las toman despacito, que el hielo les da dolor de cabeza. Una le dice a su nieto: «De esto ni palabra a tu madre, que me tiene 'amargá' viva con lo del azúcar». Esa horchata es su placer pecaminoso y clandestino. Por eso le sabe a gloria.

Entre sorbo y sorbo, compiten a ver quién tiene más achaques, le dan un repaso al patio de su casa, que es particular («la mayor de mi Juana Mari se va el año que viene de Erasmus a Polonia, que ya ves tú la falta que le hará irse donde Cristo perdió el gorro, pero es que la nenica siempre tiene que hacer lo que le da la gana») y, después, pasan al patio comunitario: que si la Preysler tiene cada vez menos nariz, que si a la Borrego no le habla el hijo, que si a Bárbara Rey tampoco le habla el suyo. A las doce se levantan, pliegan las sillas, llaman a sus nietos y regresan a casa. «Hasta mañana, si Dios quiere», susurran. Mientras ellas sigan bajando a tomar el fresco, en esta calle siempre será verano.

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