El martes por la noche, sobre las nueve y media, estuve a punto de ser famosa. Salía de un bar con mi amiga Tiqui detrás de una pareja cuando el hombre, que me había estado mirando de reojo en el bar, se dio la vuelta ... repentinamente. «Perdona, ¿te puedo hacer una pregunta?», me dijo. «Claro», respondí con una enorme sonrisa creyendo que me iba a preguntar si yo era Rosa Palo, la reputada columnista. Y el tío va y me suelta: «¿Tú eres familia de Coll?». La sonrisa se me congeló. Solo acerté a contestar «no, de Tip en todo caso». Tiqui todavía se está riendo de mi tremenda cara de chasco.

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Viene al caso porque Rodrigo Fresán ha homenajeado esta semana en ABC a Paul Auster relatando un encuentro con el escritor en el que, al preguntarle por su gloria y su legado, Auster le cuenta que hace unos años, después de terminar un libro y convencido de que había parido una obra absolutamente genial, salió al jardín orgulloso, satisfecho, seguro de su inmenso talento. Allí se topó con su hija Sophie, entonces un bebé, defecando gozosamente. «Y yo tuve que limpiar todo eso. Y, de pronto, todo volvía a estar en su sitio. Y, por supuesto, yo ya no era un genio porque, en primer lugar, nunca lo había sido. En cualquier caso, el tema –el ser o no ser alguien reconocido– jamás volvió a preocuparme u ocuparme desde ese día en el jardín».

Una cagada, literal en este caso, le bajó los humos a Auster; a mí me bastó con que me confundieran en un bar con el familiar de alguien para ser consciente de que nunca escribiré como Auster. O de que nunca viviré en Nueva York, que es mucho peor. Luego recordé que Chaves Nogales descansa en un cementerio londinense en una tumba sin lápida. Saludos al tal Coll, por cierto.

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