La educación sentimental de mi generación se resume en libros, películas, discos y bares. Lo que hay más allá de eso (si es que lo hubiera) apenas nos ha rozado. Así hemos salido y así estamos, cenando fruta con Netflix mientras añoramos aquellas noches en ... las que cerrar un bar era una victoria.
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Sí, gané algunas batallas. Pero la más grande, la que pasó a los anales de mi historia pequeña, fue la obtenida un martes en el que, mi aún no tan santo y yo, nos echamos a la calle sin un duro en el bolsillo, pero con un firme propósito en nuestros corazones: pegarnos una fiesta. Éramos pobres, pero confiábamos en nuestras posibilidades, en nuestra ambición y en nuestra visión estratégica; dos emprendedores en un tiempo en el que la palabra no existía.
Recorrimos Murcia de bar en bar: si conocíamos al camarero, le pedíamos que nos fiara; si no, mi santo lo convencía echando mano de esa verborrea que le permite pegar la hebra lo mismo con taxistas que con jubilados que con ministros del ramo, al tiempo que yo ponía ojos de gatico abandonado. Llegaron las cañas apuntadas en cuentas que nunca pagamos, las invitaciones a chupitos y los gin-tonics gratis a medias. Piripis y triunfantes, cerramos el último garito y volvimos a casa.
Desafortunadamente, las nuevas generaciones (las del PP de Madrid, en concreto, las mismas a las que el martes recomendó el compañero Pío García apuntarse a Xavier Trias) han abandonado la cultura del esfuerzo: la muchachada ha acordado con «las mejores discotecas de la ciudad», que serán aquellas libres de perroflautas y feminazis, invitaciones a copas en cuanto saquen el carné del partido de la cartera de Spagnolo. Mucho Master in Business Administration pero, para 'entrepeneurs', nosotros.
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