Durante muchos años, fui la más pequeña de la clase y la más joven de la pandilla. Después, y en un lapso de tiempo que se me antoja particularmente corto, me he visto convertida en la más vieja del laburo, tanto que a veces abro ... la boca y algunos me miran como si hubiera compartido periódico con Larra. Chico, qué exageración. Con Lou Grant, en todo caso.

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Fran Lebowitz, en una entrevista concedida a Vanity Fair, dijo: «Si siempre he gravitado alrededor de gente mayor es porque no le veía el sentido a estar con personas que supieran menos que yo. Claro, ahora esto ya no es posible«. Tampoco lo es para mí, a no ser que me vaya a currar al hogar del pensionista. Pero hay gente joven más lista que el hambre que me sigue enseñando alguna cosa. O muchas. Y que ser joven, aunque seas tonto, es mejor que ser viejo: las arrugas son actos de hostilidad. Aquí y en Pekín. No, espera, que ahora se dice Beijing.

En un intento de consuelo, repaso los peajes que, con el paso de los años, no tengo que volver a pagar: el de peregrinar de bar en bar esperando a que ocurra algo, el de pasar frío a la intemperie, el de pedir permiso y dar explicaciones, el de la confusión infinita, el de los desastres emocionales, el de que todo parezca inalcanzable, el de querer escapar sin saber hacia dónde. Mejor teñir canas y taparme el cuello, pienso casi convencida. Al menos lo pensaba hasta hace unos días cuando, en un concierto lleno de gente efervescente y sudorosa, se nos acercaron un par de pollos mojados a mi santo y a mí. «Buah, cómo mola ver gente tan mayor como vosotros aquí, tíos. Sois un ejemplo a seguir», nos soltó uno mientras que el otro asentía con la cabeza. Ojalá se les atragantara el Jägermeister.

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